Recuerdo con verdadera nostalgia y gratitud a la vida, los años de mi niñez en Abla, un pueblo hermoso recostado en las faldas de Sierra Nevada. La blancura de sus casas colgantes sobre el saliente donde se asientan, rivaliza con el blanco plateado de la nieve en las puestas del sol vespertino. Erguida y desafiante se asoma a la llegada del viajero como paso obligado entre Almería y el interior de la tierra granadina. La que en otra época fue guardiana celosa del camino, fortaleza grandiosa de señores y guerreros, el paso del tiempo la ha convertido en morada hospitalaria gracias a su clima seco y soleado y a la bondad y calidad humana de sus gentes. Flanqueada por dos ríos, que riegan sus campos a través de las cimbras con brazos alargados por galerías subterráneas. Éstas se nutren con avidez del agua del deshielo durante la primavera, para amamantar los campos sedientos del estío. Sus aguas cristalinas y frescas, no solo sirven para saciar la sed de animales y plantas durante el largo verano, sino la de sus habitantes.
En éste pueblo tan bonito viví mi infancia entre la escasez y la penuria propia de la postguerra. El primer recuerdo que conservo es el de la leche en polvo y el queso de las escuelas en grandes latas doradas, fruto del plan Marshall y la generosidad del pueblo americano. Había cuatro escuelas de niños en el pueblo: Don José Pérez, Don Jesús, Don Julio y Don José Castillo, y otras tantas de niñas: Dª Aurora, Dª Pepita, Dª Teresa y Dª Juanita. Antes del recreo el maestro Don José te llenaba el vasito, después de formar en fila india y cantar las canciones patrióticas y el dictado ortográfico de turno. Ése era nuestro desayuno. La repetición y el rito seguido un día tras otro, establecía mecánicamente la asociación de ideas causa-efecto, por lo que mi mente infantil cantaba con fervor y vigor aquellas canciones al gran Estado benefactor y al amigo americano. Entre las películas domingueras de indios y vaqueros y la leche en polvo, todos sabíamos quienes eran los buenos y quienes los malos.
La calle y la Escuela era el ámbito de socialización por excelencia. La mayor parte de nuestro tiempo, lo empleábamos en la calle jugando al fútbol u otros juegos, creativos y habilidosos y que requerían poca inversión por el material empleado. Una simple lasca tallada servía para construir una pistola y la imaginación hacía el resto: con ella hemos jugado a "Arriba las manos" y asaltar diligencias. Otro de los juegos más populares era el "Marro" y "El escondite", sin olvidar "El Piso" y "El boli". Durante los recreos jugábamos a la peonza.
Los veranos eran maravillosos, por coincidir con las vacaciones de la Escuela. Nada de playa ni de viajes exóticos; nuestro veraneo era tomar el fresco en la calle, se sacaba la silla y el botijo y se charlaba con los vecinos. Los pretendientes visitaban a sus novias ante la atenta mirada de sus madres, que no quitaban ojo a los enamorados. Hablábamos de dimes y diretes, cosechas, toros y fútbol. Del Madrid o el Barcelona, aunque no de política. Los chicos aprovechábamos para contar historias y cuentos de terror o fantasía en los trancos de la plaza. Anécdotas de ahorcados, cementerios o simplemente chistes, hacían la delicia de chicos y chicas. La televisión acabó con nuestras reuniones y nuestras juntas, jamás se lo perdonaré.
La gente de mi pueblo era muy solidaria y sociable. Todo giraba en torno a la agricultura. La ilusión de la gente era tener una buena cosecha de uva de barco para la exportación. La subsistencia del pueblo dependía de ello. El mes de octubre se recolectaba y se llamaba el tiempo de "La Faena". El pueblo se transformaba en un ir y venir de grandes camiones, cortadores y arrieros y grandes almacenes repletos de mujeres que seleccionaban y empaquetaban la uva. Aquel trajín ruidoso, rompía la monotonía de un pueblo acostumbrado a la tranquilidad. Era como la transfusión de sangre anual de un enfermo terminal por la que recobraba la vida. !Me encantaba aquella algarabía!
En aquella época estábamos muy apegados a los padres, tenían una enorme influencia sobre nosotros. No éramos tan independientes como los chicos de ahora. Toda la ilusión de nuestros padres era que estudiáramos para liberarnos del yugo del campo y la contingencia inestable de las cosechas. La austeridad presidía nuestras casas y los lujos brillaban por su ausencia. Mi padre lo era a la fuerza. Pero delante de los hijos nunca hablaban nuestros padres de la razón de las carencias. Había para comer, para vestirse y poco más. Yo me pasé toda la infancia suspirando por una bicicleta, que nunca llegó. Todos los años oíamos mis hermanos y yo la misma cantinela: "este año lo Reyes vienen pobres". Carecíamos de muchas cosas, pero nunca faltó el cariño y la ilusión entre nosotros. !Qué placer volver al pasado de nuestras raíces, tal vez porque desconocemos lo que nos deparará el futuro, o porque el presente cada vez nos guste menos! O las dos cosas.
TARDES DE VERANO
Oh tierra agrietada, tu piel no sangra
por estar seca, áspera, ajada...,
otrora fértil, reverdecida, calada...,
hoy, la savia no corre en tus entrañas.
Sol peregrino de caminos polvorientos,
huésped en solanas encaladas,
hojas alicaídas mustias, languidecen,
en largos estíos de fuentes agostadas.
Suave húmeda brisa del sur en la tarde,
que reclama a gentes en arrimaderos,
al ritmo del agua de un botijo colgante.
Encuentros en la penumbra de las rejas,
con pasiones hilvanadas de instantes, de
besos robados..., de promesas inciertas...
ANTONIO GONZÁLEZ