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lunes, 21 de febrero de 2011

KANT: Un proyecto humanista.






"Sapere Aude" (Atrévete a pensar por ti mismo)

Alguna vez en nuestra vida nos hemos preguntado sobre cuestiones que afectan a lo más profundo de nuestra existencia, buscando certezas de difícil hallazgo. ¿Quién no  se ha preguntado sobre el conocimiento de Dios, -no en su creencia sino en su demostración-? ¿Cuáles son  los límites de la ciencia?  ¿Los actos morales se deben fundamentar en una recompensa o por el contrario exclusivamente en el deber? ¿Hay vida y esperanza después de la muerte?.

Hoy quiero invitaros, amigos míos, a que conozcáis a un gran hombre llamado Immanuel Kant (1724-1804) Hombre de Ilustración, inquieto por estos problemas allá por el siglo XVIII. Nuestro filósofo nació en una pequeña ciudad llamada Könisgberg. De familia humilde y profundamente religiosa. Era de complexión pequeña y salud quebradiza y muy metódico y meticuloso en todo lo que hacía: así se explica que viviera ochenta años. De afable trato y un gran conversador y un poco tímido con las mujeres. Algunos ejemplos ilustrarán lo que decimos.
Se levantaba a las cinco de la mañana al grito de :"!Es la hora!", que un viejo criado militar le gritaba. Se preparaba  sus clases y alrededor de las ocho en punto partía hacia la Universidad, lo hacía con tal regularidad y precisión, que las vecinas ponían el reloj en hora a su paso.
Cuentan que un día, mientras impartía clase de geografía física sobre las poblaciones que recorría el río Támesis en Inglaterra, lo hacía con tal precisión y meticulosidad, que un joven inglés entusiasmado por la exposición, invitó a Kant a que volviese por allí; Kant le contestó que él nunca había salido de su tierra. Efectivamente, éste hombre que revolucionó el pensamiento europeo del XVIII, nunca abandonó su ciudad. Su obra principal: Crítica de la Razón Pura, la escribió a la edad de cincuenta y siete años, marcando un hito en la historia del pensamiento.

"Sapere Aude", ese fue el grito de  uno de los mayores ilustrados de Europa. Ha llegado el momento de  luchar por la mayoría de edad. La minoría de edad no provenía, según Kant, de la incapacidad de la propia razón, sino de su mal uso. Había que fundamentar la Ciencia siguiendo el modelo de la fisico-matemática de Newton y refutar la metafísica negando su status de ciencia.
Immanuel Kant se encuentra en el cruce de las cuatro grandes corrientes filosóficas que surcan el siglo XVIII: En la primera etapa de su vida, Kant vive el espíritu de la Ilustración. La confianza en la razón, en una razón usada independientemente, en una razón que no admite ninguna imposición desde fuera de ella misma, así como la valoración de la obra de Newton, son rasgos fundamentales de su mentalidad. Desde el punto de vista filosófico, los autores que valora más el joven Kant son los racionalistas. Su formación filosófica se hace siguiendo las enseñanzas de Wolff y, de hecho, cuando Kant ingresa en la Universidad sus primeros escritos tratan sobre las relaciones entre el pensamiento de Descartes y el de Leibniz. La tercera corriente que influye en su pensamiento, provocando un primer conflicto con su mentalidad anterior, es la que proviene de Rousseau. El mismo Kant confiesa en 1764 que había puesto todas sus esperanzas en las ciencias hasta el día en que la lectura de Rousseau le había convencido de que los progresos de las ciencias y de las artes no conseguían hacer que los hombres fueran ni mejores ni más dichosos. Y, por último, el pensamiento que va a hacer que Kant se tenga que plantear los problemas desde una nueva perspectiva, dando origen además a su llamada “etapa crítica” (alrededor de 1770), es el de Hume. Hume saca a Kant del “sueño dogmático” en el que se encontraba sumido hasta esta etapa de su vida y orienta su filosofía por unos derroteros radicalmente distintos.
Como consecuencia de estas influencias, algunas de ellas encontradas, Kant se ve enfrentado a una serie de problemas a los que trata de dar solución.

En primer lugar, el problema del conocimiento en general. Este problema no es nuevo. Toda filosofía tiene que enfrentarse con él. Lo que ocurre es que, en el mundo moderno, es el problema fundamental y el más urgente. Además, la filosofía de la época había llevado el tema a un callejón sin salida: mientras que el racionalismo, partiendo de la conciencia, mantenía que lo verdadero, lo “real”, era lo coherente, lo lógico, y que lo proveniente de los sentidos no era fiable, el empirismo situaba en el conocimiento sensible, en la experiencia, la base del conocimiento auténtico; al margen de la experiencia ningún conocimiento es posible y la razón no puede hacer otra cosa que juzgar con las ideas que el hombre adquiere por su mediación. Era necesario, pues, enfrentarse con el tema desde una perspectiva nueva que superara esa dualidad irreconciliable.

Un segundo problema, totalmente relacionado con el anterior, es el del conocimiento científico. Uno de los rasgos que define al siglo XVIII es la admiración por la obra de Newton que Kant comparte plenamente. Sin embargo, la obra de Hume con su afirmación de que sobre la experiencia no pueden existir conocimientos que posean un valor universal y necesario, y con su negación de la causalidad, había puesto en solfa la solidez de la ciencia físicomatemática de Newton. Se hacía necesario, por lo mismo, fundamentar sobre unas nuevas bases su indiscutible prestigio y sus indiscutibles progresos.
Y por último, el tercer problema con el que Kant se encuentra, y que exige a sí mismo una urgente solución, es el de fundamentar la moral, el de señalar cómo debe comportarse el ser humano, y cuáles son las bases en las que se asienta la exigencia  de ese comportamiento. Esta cuestión es también permanente en la historia del pensamiento, pero en el siglo XVIII adquiere una urgencia mayor que en otros momentos históricos puesto que la religión -que había servido de base y dotado de contenido a la moral hasta esa época— ya no puede , desempeñar el mismo papel en un siglo que proclama la independencia de la razón. Era necesario, pues, buscar una moral, independiente de la tradición religiosa, que quisiera lo bueno por convencimiento —y no por imposición o por temor— y que contribuyera a liberar a los hombres.

Su pensamiento es de rabiosa actualidad, si tenemos presente los problemas con los que Kant se enfrenta. Es muy fácil darse cuenta de que esos mismos problemas lo son también de nuestro mundo. Si Kant valora la ciencia —sobre todo la físico-matemática de Newton— y se ve precisado a profundizar en cuál es el fundamento de su validez, y, como consecuencia del mismo, en qué tipo de cuestiones posee autoridad y dónde no tiene nada que decir, ¿no se plantea el mismo problema en nuestra época? ¿Acaso no existen pensadores para los que el conocimiento científico es el único tipo de conocimiento posible y afirman que solamente los problemas que puede abordar la ciencia son los que tienen una solución racional? ¿Y no existen, asimismo, pensadores para los que el conocimiento científico, y sobre todo su excesiva valoración, son la causa de la decadencia de la cultura occidental?
En cuanto a la moral, ¿se puede afirmar que está fundamentada en nuestra época? ¿No se producen en este campo algunas de las polémicas más apasionantes del final de este siglo?
También son de nuestra época las reflexiones que se hace Kant sobre la sociedad y su afán por sentar las bases para que la guerra, que es la situación normal, desaparezca definitivamente de la faz de la tierra.
Pero la actualidad de Kant es mayor aún si en lugar de fijarnos en los problemas que se plantea atendemos a la orientación de las soluciones que da a esos problemas.
La participación que Kant atribuye al sujeto en la elaboración del conocimiento va a ser a partir de su obra una constante en el pensamiento contemporáneo.
Por otra parte, los conceptos de “universalidad” y “autonomía”, que se encuentran en la base de su moral, se van a convertir en los conceptos clave de la moral actual.
Y, por último, las bases sobre las que Kant sienta la posibilidad de una “paz perpetua” son posibilidades que nuestro tiempo está intentando realizar, aunque, todo hay que decirlo, sin mucho éxito por el momento.
Kant se encuentra en el cruce de las cuatro grandes corrientes ideológicas que surcan el siglo XVIIII: racionalismo, empirismo, Ilustración y crítica de la Ilustración llevada a cabo por Rousseau y, con su obra, pretende solucionar los problemas que plantea este múltiple cruce, que fundamentalmente son tres:

a) ¿cuál es el estatuto de la ciencia?

b) ¿cuál es del conocimiento en general?

c) ¿cómo debe comportarse el ser humano?

La contestación a las dos primeras preguntas es el objeto de su obra Crítica de la Razón Pura y viene determinada por lo que Kant denomina "el hecho de la razón pura”, que es la ciencia físico—matemática de Newton, de cuyo valor no duda en ningún momento. Por eso, parte, para dar la contestación, del análisis de las características de esta ciencia.
Según Kant, la física y las matemáticas están compuestas de juicios sintéticos a priori, es decir, de juicios en los que se mezclan dos elementos: uno que proviene de la experiencia y otro que aporta el sujeto. Sin la aportación del sujeto no hay conocimiento científico, y esa misma aportación es necesaria tanto en el conocimiento sensible como en el conocimiento intelectual. Sin ella no hay conocimiento auténtico, y, por lo mismo, en el conocimiento ya no se pone el hombre en contacto con la realidad, con la cosa en sí -a la que denomina noúmeno—, sino con el objeto del conocimiento, con el fenómeno.
La teoría de Kant recibe el nombre de idealismo trascendental, ya que en ella lo que el hombre conoce son sus propias ideas, no la realidad, que en sí misma es incognoscible, pero sus ideas no existirían sin una realidad que aportara el elemento material sobre el que se vuelcan los elementos formales del sujeto.
Precisamente por esto, la metafísica no es una ciencia, ya que pretende conocer la realidad independientemente del sujeto y, además, sus objetos —el yo, Dios, y el mundo— no son realidades sensibles que pueda aportar el elemento material necesario para que se produzca un conocimiento auténtico; la metafísica pretende lograr un conocimiento de realidades de las que el sujeto no puede tener experiencia y eso es imposible. Pretende conocer el noúmeno.

En su obra Crítica de la Razón Práctica trata de dar respuesta a la pregunta de cómo debe comportarse el ser humano, a la que va unida la de qué es lo que le cabe esperar, que Kant considera más importantes que las anteriores.
La respuesta a estas preguntas va a venir determinada por lo que Kant denomina “el hecho de la razón práctica”, que es la existencia en todo hombre de una ley moral, que posee carácter de imperativo categórico y a la que el hombre debe acomodar su conducta por ser expresión de su razón. La moral kantiana es, pues, una moral autónoma, ya que el hombre al cumplir esta ley moral porque proviene de su propia razón, al cumplir el deber por el deber, se obedece a sí mismo, y es también una moral universal, ya que los imperativos categóricos, al ser expresión de la naturaleza racional del hombre, son comunes a todos los seres humanos.
Analizando “el hecho de la razón práctica”, se encuentra también la contestación a la pregunta de qué es lo que le cabe esperar al hombre. En efecto, para explicar la existencia del orden moral es necesario postular que el hombre es libre e inmortal y que existe un Ser Supremo, Dios, que garantiza que el cumplimiento del deber estará recompensado con la felicidad eterna.
Kant se propone revitalizar el espíritu ilustrado mediante una reflexión crítica sobre la propia Razón para manifestar la dignidad especial de quien la posee y el orgullo de ser hombre. La intención de kant es, por lo tanto humanista, descubrir al hombre como ser capaz de pensar, como ser libre e independiente porque el pensamiento racional derribará todos los obstáculos dogmáticos hijos de la autoridad irracional y de la ignorancia.

El análisis crítico de la razón pura establecerá:

Los principios que rigen el conocimiento de la naturaleza.

Las leyes que regulan la conducta libre de los hombres.

Los fines últimos de la vida y las condiciones para alcanzarlos.

Así que la filosofía para Kant sólo es una reflexión sobre los principios y fines de la razón humana para poder responder a las tres preguntas que orienten nuestra existencia: ¿Qué puedo conocer? (ciencia), ¿Qué debo hacer? (moral) ¿Qué puedo esperar? (religión). Por eso se puede decir que la filosofía kantiana no es teórica, sino práctica, humanista; Él es un humanista ilustrado, puesto que el hombre y la razón son los motivos de su pensamiento. En el fondo, sólo hay una pregunta que le interesa: ¿Qué es el hombre?. Y su proyecto es clarificar los principios y los límites dentro de los cuales se puede conocer científicamente la naturaleza, los principios de la acción humana y las condiciones de la libertad y el destino último del hombre y las condiciones de su realización. Estamos, por lo tanto, ante un proyecto humanista e ilustrado porque el hombre es el objeto de la investigación y porque el método para realizarlo es el análisis crítico de la razón.




martes, 15 de febrero de 2011

ARISTÓTELES: "No es más feliz quien busca que quien encuentra"





Aristóteles, en su Ética a Nicómaco nos  comenta lo que él entiende como virtud: La virtud (moral) es... una disposición voluntaria adquirida, que consiste en un término medio en relación con nosotros mismos, definida por la razón y de conformidad con la conducta de un hombre consciente. Y ocupa el término medio entre dos extremos malos, el uno por exceso y el otro por defecto.» (Ética a Nicómaco., II, 6, 1107.)

Para Aristóteles el Bien Supremo es la actividad intelectiva o vida contemplativa, que es una vida conforme a la virtud. Ahora bien, no todo es actividad intelectiva en el hombre. En efecto, en el alma humana distingue Aristóteles dos partes: una dotada de razón y otra que carece de ella, esto es, una parte que realiza la actividad de pensar y otra que tiene la capacidad de obedecer a la primera.
De ahí que Aristóteles establezca una distinción entre virtudes intelectuales, propias del alma racional, y virtudes morales, propias del alma irracional.
Son virtudes intelectuales o dianoéticas: el entendimiento o razón intuitiva, la ciencia, la sabiduría, el arte, la prudencia, la discreción, el buen consejo, etc. Todas estas virtudes perfeccionan en el hombre sus potencias superiores. Son virtudes morales o éticas: la fortaleza, la templanza, la veracidad, la amabilidad, la justicia, etc. Estas virtudes ordenan conforme a la razón las potencias inferiores.

¿Qué entiende Aristóteles por virtud? La virtud es un hábito adquirido deliberada o voluntariamente, a partir de una capacidad o potencialidad inicial, y desarrollado mediante la enseñanza y el aprendizaje—en el caso de las virtudes intelectuales- y mediante el ejercicio y repetición de buenos actos, en el caso de las virtudes morales. Es evidente que la introducción de la libertad y el esfuerzo en la consideración de la virtud supone una superación del intelectualismo moral de Sócrates, para quien la ciencia conducía irremediablemente al buen obrar. Lo importante de este planteamiento es que se trata de un modo de ser o hábito; no de algo innato, sino de algo adquirido a fuerza de repeticiones de acciones guiadas por la razón de tal manera, que adquirimos las virtudes morales mediante el ejercicio y la práctica de las mismas. Es evidente la superación del intelectualismo socrático como el teoricismo platónico.
Por último, Aristóteles define la virtud moral como el medio entre dos extremos viciosos, uno por defecto y otro por exceso: por ejemplo, la valentía es el medio entre la temeridad o imprudencia y la cobardía; la modestia es el medio entre la timidez y el descaro. Pero, ¿cuál es el criterio para discernir lo que sea ese medio? En primer lugar, no se puede decidir con rigor matemático —la ética no es una ciencia exacta, dice Aristóteles—; el medio está un poco en relación con las características y condiciones de cada cual, la realizamos cada uno individualmente como tarea que nunca acaba y que perfecciona a la persona con sus debilidades y defectos, reflexionando en cada momento sobre la acción adecuada para esa ocasión y circunstancia. Finalmente admitir que el término medio no puede ser aplicado a acciones como le mentira el  homicidio, la maldad. En último término, el criterio debe ser la recta razón, el medio que señalaría el juicio de un hombre razonable.
La conclusión de Aristóteles en su Ética es que si la felicidad es la actividad conforme a la virtud, la felicidad más alta lo será con relación a la virtud más perfecta, y la virtud más perfecta es la actividad del entendimiento, que tiene por objeto los objetos más altos, los de la metafísica, y los de la matemática.
Es evidente que Aristóteles incurre en el mismo error que la ética socrática. Ahora bien, ya no es suficiente para obrar solo la sabiduría de la razón, sino que introduce el concepto de “hábito.  (Confr. Intelectualismo moral).

Aristóteles hace un tratamiento del problema del hombre, en su doble dimensión ética y política, basado en una concepción del alma fundamentalmente distinta de la platónica.Ya hemos dicho en otras ocasiones que fue más empirista y mucho más reacio a introducir principios explicativos de la naturaleza que trascendiese a ésta. Al explicar el problema del movimiento veíamos como se dejaba translucir una concepción dinámica de la realidad en orden a la consecución de un fin que era su bien (carácter teleológico).
Pues bien, en esta dimensión de lo humano, no cambian las cosas. También existe una concepción dinámica de la naturaleza humana. Aristóteles entiende que la felicidad es el bien supremo; es decir, algo que se busca por sí mismo y que nunca es medio para fines más elevados. Pero la felicidad para este pensador griego de talante empirista, no consiste en un ideal trascendente y externo a la naturaleza, en algo anclado en un mundo lejano; tampoco cree que sea algo meramente subjetivo. Piensa que consiste sencillamente en la perfección o planificación de los seres, en la culminación de la tarea natural de desarrollo. Pero tal culminación, en el caso de los seres naturales, no ha de entenderse en Aristóteles como un “ergon” (obra) sino como una “energeia” (fuerza), es decir, como una “praxis” (comportamiento o modo de obrar) y concretamente en un determinado modo de ésta: la “eu—praxia” (buena conducta).
Aristóteles parece, parece por tanto, que reduce el bien trascendente Platónico a las Virtudes éticas. Pero continua vinculado a la tradición racionalista de sus maestros. Por ello, no desplaza aún de la ética las virtudes “dianoéticas” (racionales). Es más, en ellas parece asentar la planificación definitiva del hombre y la felicidad. Quiere esto decir, que para Aristóteles, la vida más plena y más elevada sigue estando en la “theoria”(contemplación). Quizá considerase el maestro esta vida del “theorein” como sobrehumana, propia del Acto puro que es “noesis noeseos” (pensamiento autosuficiente). Considerando las virtudes éticas como las autenticas formas del ser humano. Si fuese así, debió de reconocer la imposibilidad humana para ser totalmente feliz, porque el negar la trascendencia, donde se podría dar el transcendimiento humano como en el éxtasis platónico, la muerte natural se convertía en la confirmación de nuestra imperfección y de nuestra contingencia, en vez de ser su corrección. De cualquier manera parece claro que Aristóteles valoró muy seriamente la “theoria” y por eso precisamente colocó parte de la felicidad humana en la “phrónesis” (sabiduría práctica o saber obrar bien) , en ese saber controlar los impulsos y en ese saber afrontar los peligros que para él era algo distinto del conocimiento teórico.
Pero es que, incluso en este terreno de las virtudes éticas la razón es el principio rector del comportamiento sabio. Si en campo de la sabiduría práctica (virtudes éticas) hay algo felicidad, ello es en función de ese control racional tan gusto de sus maestros. Así que, Aristóteles, a pesar de la profundidad de su reacción ante Platón,  continúa profundamente ligado a los principios filosófico—éticos de la filosofía griega precedente que había sido racionalista. La Razón es la que introduce la mesura y la ponderación en la conducta determinando las virtudes morales. Y con ello, el hombre empieza a ser feliz gracias a su esfuerzo y a su capacidad para controlar razonablemente sus energías psíquicas y sus fuerzas instintivas. Pero para acabar de serlo, la Razón habrá de continuar su camino sola trabajando no ya en la regulación de la conducta, sino en la contemplación teórica de la realidad. Algunos han querido ver aquí un intento por parte de Aristóteles de buscar la apertura de la ética a la trascendencia.
Yo, personalmente, creo que no se da. Será el pensamiento cristiano quien lo haga sobre la base de este sustrato ideológico. Lo cierto es que también los estoicos bebieron de esta fuente racionalista que empezó a manar con Heráclito. Pero no supieron hacerlo con mesura y asi llegaron a los ideales inhumanos de la “agkrateia” (dominio de si), de la “autarkeia” (independencia) y de la “apatheia” (insensibilidad). Pero Aristóteles sólo dijo que en la renuncia y en el control equilibrado de las pasiones había algo de felicidad. Muestra, al igual que Sócrates anteriormente, una actitud equilibrada que se manifiesta en los dos sentidos que el diccionario griego da del término “eupraxia”:
—Buena conducta acciones nobles, terminadas comportamiento perfecto.
—Buena suerte.
Parece como si Aristóteles quisiera decir que la autarquía, la independencia y la insensibilidad ante el turbulento mundo de nuestras pasiones, que nos hace tantas veces infelices, proporcionan cierta felicidad; pero que ésta no está solo en este dominio de sí y en ésta independencia. Conducirse perfectamente (eupraxia), exige, además de dominio de sí, buena suerte. Lo primero se consigue mediante el esfuerzo moral, por medio de las virtudes éticas; pero lo segundo, ya no depende de nosotros. Será el pensamiento cristiano el que saque consecuencias de esto, introduciendo el concepto de gracia como don divino.
Aristóteles distingue, por lo tanto, entre felicidad y virtudes éticas. Aquella, depende también de causas ajenas al esfuerzo personal. Con ello, está introduciendo un ingrediente de modestia y de humildad reconociendo la limitación humana, ingrediente que brilla por su ausencia en la moral estoica que identifica la virtud moral con la felicidad y, por ello, matiza tal virtud con ciertos ribetes de soberbia porque supone afirmar que el hombre, abandonado a sus solas fuerzas, a su esfuerzo personal, puede conseguir la perfección, la plenitud y la felicidad sin restricciones.
Aristóteles también distingue felicidad de placer. El placer y la virtud dan felicidad; pero no toda, porque ésta trasciende a ambos. Esta trascendencia a la que alude constantemente el término “eupraxia” indica, por lo tanto, que para Aristóteles hay un bien más alto que el placer y la virtud; es la “theoria”, la contemplación. Sin embargo, se trata de un bien inalcanzable para el hombre y ello impide su felicidad total.
El análisis de esta afirmación aristotélica es lo que ha llevado a algunos a buscar en Aristóteles la posibilidad de la trascendencia del alma sobre el cuerpo después de la muerte, es un tema muy oscuro y no creo que Aristóteles se manifestase nunca de modo contundente sobre él. Sin embargo es cierto que Aristóteles supone que solo se trabaja para reposar; que sólo nos movemos para alcanzar la inmovilidad; que el fin del movimiento, que está en la experiencia fundamental de su concepción dinámica de la naturaleza y del hombre, es su constante y progresiva autosupresión. Para Aristóteles es cierto e indudable que sólo buscamos para encontrar. Pero tal encuentro trasciende nuestras posibilidades puesto que tendría que darse en un tiempo perfecto que nos es imposible (eternidad) ya que somos realidades en el tiempo imperfecto, en la dialéctica trágica del pasado, del presente y del futuro. Por eso hemos dicho en otra ocasión que la muerte, que en Platón fue principio de la vida, solo es la confirmación de nuestra imperfección, nunca su corrección.
Ante esta situación, sólo quedan ya dos soluciones: o se trasciende desde la ética a la religión, reconociendo que la Filosofía y la Ciencia no están en condiciones de hacernos totalmente felices, o nos conformamos con el concepto de felicidad alumbrado por Aristóteles que es el más elevado sin alusiones a la trascendencia, pues la felicidad del que busca sin encontrar parece una  fábula increíble. Por éso la ética cristiana va a optar claramente por el salto. Le será fácil interpretar la “theoria” como “visio et fruitio”, posibilitando la apertura de la ética a la religión. Y el cristianismo toma esta decisión porque hace intervenir a su voluntad, porque quiere que así sea, porque cree que la felicidad plena no puede consistir, como para el griego, en el simple descubrimiento del orden del Universo por medio del conocimiento contemplativo (sabiduría); porque ha tenido la experiencia del fracaso de los conocimientos científicos en orden a proporcionar la felicidad. Agustin de Hipona refleja perfectamente en su("intelligas ut credas)", para autotrascenderse desde la intimidad de su ser: “Noli foras ire; in te ipsum redi, quia in interiore hóminis habitat Veritas”. (No busques fuera lo que está  en ti mismo, pues en el interior del hombre habita la verdad). Así es como procede: desde lo interior a lo Superior y desde la fe a la inteligencia de lo creído ("crede ut intelligas") este será el planteamiento del cristianismo primitivo hasta la llegada de Santo Tomás de Aquino.

Y a mí, efectivamente, me parece que no hay opciones nuevas que hacer. O se acepta la trascendencia para evitar el fracaso del proyecto humano o se acepta el fracaso por no creer en la trascendencia, porque la experiencia manifiesta que la muerte nos sorprende siempre buscando y aflorando. En este sentido, el existencialismo, que se decantó por el fracaso, resulta para mi el más consecuente y coherente de las formas del pensamiento acerca del hombre, una vez perdida la fe en la trascendencia. Y es que, definir al hombre como “pasión inutil” es lo único que queda sin una apertura de la ética hacia la trascendencia, sin una grantía de inmortalidad.
Por eso, el resto de las teorias modernas sobre el hombre: pragmatismos, hedonismos, naturalismos, marxismo, consumismo, “pasotismo”, no son consecuentes con los principios de que parten. Les falta el arrojo y la valentía de un Pirandello, de un Sartre, de un Camus,  para sacar, con total coherencia, las últimas consecuencias de la “muerte de Dios” que anunció Nietzsche. Veamos.
Los modernos y contemporáneos, en la mayor parte de los casos, se han formado una concepción de la filosofía humana, del humanismo, completamente distinta a lo que veníamos desarrollando. Qué duda cabe que la clase de filosofía que se profesa, depende de la clase de persona que se es. Y el ambiente general del mundo contemporáneo es materialista. Por eso, negarán fundamentalmente la realidad del alma y eliminarán el problema y su posible inmortalidad. Naturalmente, al plantearse el problema ético de la conducta y de la felicidad, tendrán que montar una nueva filosofía en la que, al revés que para los griegos y los medievales, lo importante no es la “sophía” (Sabiduría) sino el “filo”(La tendencia). No es el lugar sino el camino, no es el fin sino el medio. Es decir, los modernos y contemporáneos, antes de poner en tela de juicio sus presupuestos materialistas, prefieren decir con Lessing que “es más feliz quien busca que quien encuentra”. Por eso abundan las teorías filosóficas, políticas etc. que se rotulan humanismos. Y está de moda hablar de humanismo y de derechos humanos, incluso para quienes, o sobre todo para quienes, por su deplorable conducta, perdieron los derechos que como seres humanos les correspondían. Y es que el hombre no dispone de un derecho incuestionable a casi nada, sus derechos se los gana a pulso en el respeto a sus deberes para con los derechos de los demás. Quien no ha aprendido a respetar, no tiene derecho a exigir que le respeten. Y digo esto porque a mí me suena la frase de Lessing a carta de permisividad, a santificación de la acción, independientemente de otras consideraciones aleatorias, como por ejemplo las consecuencias y los resultados. Sin embargo, tales licencias, el hombre sólo se las puede permitir otorgándose a sí mismo un permiso, pero nunca reclamando un derecho.
Así que veo razonable y coherente la postura de quienes declaran el absurdo de la existencia y del hombre por constatar la imposibilidad de encontrar lo que se busca o de alcanzar lo que se desea: (recuérdese al efecto la experiencia de nuestro Miguel de Unamuno con la inmortalidad); pero esto no es propiamente hablar de un humanismo porque es declarar al hombre como pasión inútil; más bien es la destrucción, de su nada, de su absurdez. Y tampoco es esto una confirmación de que sea más feliz el que busca que el que encuentra, sino su refutación más trágica y dramáticamente ostensible.
Pero quienes pretenden ofrecernos la felicidad, presentando un proyecto humanista basado en la licencia y en la santidad o inocencia de la acción independientemente de sus resultados, al negarse a aceptar como posible, lógica y coherente alguna forma de hipocresía, porque saben que en medio de la ansiedad, es imposible la felicidad plena, y en tal caso, lo que procede siguiendo las leyes de la lógica es reconocer el fracaso del hombre. Así que no veo razonable declarar el sentido de la existencia y al mismo tiempo la imposibilidad de un autotrascendimiento del hombre, alegando que es más feliz el que busca que el que encuentra lo buscado. Esto me parece que es jugar con las palabras para ver si se consigue que nadie entienda lo que se quiere decir.




domingo, 13 de febrero de 2011

"PIDO A LOS DIOSES LARGA VIDA PARA TI, NO SEA QUE QUIEN TE SUCEDA, RESULTE AÚN PEOR"

Corren malos tiempos para la política y los políticos. El pueblo español cada vez es más escéptico y no cree que los políticos puedan resolver los gravísimos problemas que afectan a nuestro País. Yo sí creo en la política. Estas son mis razones.
Dionisio I (430-367 a.C.), -apodado el Antiguo para distinguirle de su sucesor homónimo-, escaló las cimas del poder en Siracusa sobornando al ejército y engañando al pueblo. Ávido de grandeza, incluso llevó a Platón a su Corte, aunque poco tiempo después, -por cuanto el filósofo criticó severamente su Tiranía-, furioso, lo esclavizó. Ambicioso también de gloria, organizó un certamen poético, compró a los jueces, y ante el asombro de la población, procuró que lo proclamaran vencedor.
En la imposición de tributos se caracterizó por ser cruel y sanguinario. Pese a la estima inicial, el pueblo terminó odiándolo, de lo que él era consciente. De ahí la sorpresa que le ocasionó saber que Hiemera, -cierta anciana de la ciudad-, rogaba insistentemente a los dioses por él. Tanta extrañeza le provocó el rumor, que hizo traer a la mujer a su presencia para escuchar, de su propia boca, las razones de tan insólita devoción: “Siendo niña, -le dijo-, tuvimos un gobernante cruel. Rogué a los dioses que lo quitaran del camino y ellos me oyeron. Más a aquel Tirano, le sucedió otro que lo superó en maldad. Volví a rogar pidiendo lo mismo y nuevamente mis ruegos fueron escuchados. Posteriormente llegaste tú, que has hecho niños de pecho a tus antecesores. De ahí que, escarmentada, pido a los dioses larga vida para ti, no sea que quien te suceda, resulte aún peor.”

Esta anécdota me sirve como ilustración paradigmática para hablar sobre la política. ¿Qué es la política? ¿Somos por naturaleza políticos -como nos decía Aristóteles-  y por ser animales sociables necesitamos vivir en común en la "polis"? No somos dioses tampoco bestias, solo somos humanos por eso necesitamos la política para desarrollar la convivencia entre nosotros, alejados de la violencia, para evitar la guerra, el miedo y la barbarie.
Necesitamos de la política, "por naturaleza", pero también por civilización, historia y cultura. La política discurre y se teje y desteje en la temporalidad histórica.
La política se desarrolla en la sociedad y ésta se complementa en la ciudad donde convivimos con seres humanos que no hemos elegido, por los que no se siente nada en particular, y que en muchos sentidos, son nuestros rivales, cuando no nuestros aliados. Esto supone articularse en torno a un Estado, lucha por el poder, acuerdos desacuerdos, enfrentamientos, aunque regulados por  leyes acatadas por todos, evitando la violencia. Por eso la política empieza donde termina la guerra. Es evidente que el poder está repartido y por doquier, pero solamente nos sometemos al que hemos elegido para ser más libres, más humanos, más fuertes. Por eso hacemos política.
Thomas Hobbes  decía en el Siglo XVII  que "el hombre es un lobo para el hombre". Lo argumenta como sigue: "En la naturaleza del hombre encontramos tres causas principales de discordia: primera, la competencia; segunda, la desconfianza; tercera, la gloria. La primera causa impulsa a los hombres a atacarse para obtener un beneficio; la segunda, para obtener seguridad; la tercera, para ganar reputación...Con todo esto se pone de manifiesto que durante el tiempo en que los hombres viven sin un poder común que los atemorice a todos, se encuentran en la condición o estado que se denomina guerra; una gerra tal que es la todos contra todos..." El Estado se impone como algo necesario.La cooperación, el diálogo, el entendimiento, frente a la lucha, la enemistad, y el  enfrentamiento. 
Es cierto, que  los tiempos no acompañan para creer en la política. Casos de corrupción hay por doquier y están en la memoria de todos los ciudadanos. La sociedad civil en un Estado Democrático de Derecho ha de estar vigilante y no delegar  esta función exclusivamente en los políticos, sino asumir su responsabilidad y castigar con el voto a los que no cumplan.  No podemos eludir nuestra responsabilidad y menos dejar en manos de dictadores, -sean del signo que sean-, tecnócratas, profesionales de la política, corruptos, demagogos, facistas, fanáticos y racistas, lo que afecta a la mayoría. No hacerlo sería renunciar al poder que nos corresponde como sociedad civil e irresponsable por nuestra parte. No lo dejemos todo en manos de los dioses como hizo Hiemera.