Si algo tienen de positivo las épocas de crisis es que agudiza el ingenio y la creatividad de aquellos que las soportan. Los niños de los años cincuenta, no eran ajenos a la crisis que vivía la España de la postguerra. Las chuches y los caramelos, no eran una excepción a la escasez de alimentos, y no siempre se podían adquirir. Pero los niños de mi pueblo sabíamos como sustituir ésta carencia. En otoño, pandillas de adolescentes comenzaban la peregrinación al campo, buscando el dulce fruto del almecino. Este es un árbol de clima mediterráneo, resistente al calor pero no al frío. Su fruto es la almecina de color verde, después amarilla y finalmente, cuando está madura, negra, muy dulce y agradable, con un pequeño hueso. Apenas salíamos del colegio, andábamos grandes distancias para ocupar el territorio y tomar posesión de los almecinos, al grito de "lo hemos visto antes", y así ahuyentar a pandillas rivales. Cuando veíamos alguno bien cargado de almecinas negras, trepábamos rápidamente hasta las copas, -desafiando el peligro de las alturas- para llenar nuestros bolsillos, y tener suficiente munición para empezar la guerra de los huesos mediante canutos de caña. Era un rito de lucha y guerra entre pandillas, compitiendo por ser mejores y ofrecer a las niñas los trofeos de nuestro esfuerzo. El tiempo en el pueblo se medía por los frutos del tiempo. La relación entre el pueblo y el campo enriquecía a ambos. Los niños, estábamos tan pendientes de los frutos, como el agricultor de sus cosechas. El conocimiento del territorio era esencial para que la operación llegase a buen puerto. Conocíamos donde estaban los guardas del campo, costumbres y horarios y por supuesto, los dueños. Porque no nos limitábamos a coger las almecinas, sino también toda clase de frutos de otoño -poco valorados- como los higos, seguíamos con la azofaifas, los chumbos, los membrillos, las zarzamoras y las majoletas. Había que tener cuidado y no confundir con los escaramujos o tapaculos, so pena de no poder cagar, como Dios manda. Nuestros principales enemigos eran las pandillas rivales y también los guardas del campo, cuya autoridad era paralela al temor que les teníamos. Entre nuestras conquistas estaba el despistarlos para tener las manos libres y coger los frutos prohibídos. Había normas entre nosotros, no escritas, pero que se respetaban escrupulosamente en un código que nadie se atrevía a trasgredir. Conocíamos el campo y los pagos como la palma de la mano. Sabíamos donde cazar jilgueros (colorines), verderones y gorriones. Conocíamos las fuentes y manatiales donde saciar la sed o refrescarnos durante el verano. Caminos, atajos y cuevas donde descansábamos, lejos del control de nuestros padres, y donde podíamos hablar de todo lo que se nos ocurría. Ahora pienso que nuestra niñez fue maravillosa, en contacto con la naturaleza, los animales y los frutos del campo. El aprendizaje y la socialización en los grupos de pares, sirvió para adquirir una cantidad de valores emergentes, que en otro ambiente no hubiéramos podido aprender: La solidaridad, prodigalidad, amistad, altruismo, esfuerzo, sacrificio, paciencia, compromiso con los pactados, emulación, competitividad...
Cuando volvíamos al pueblo con los bolsillos repletos de almecinas, nos pavoneábamos de ser los mejores, ante las chicas, antes de iniciar largas batallas tirándonos los huesos de las almecinas con los canutos de cañas. !Me río yo de la lucha de clases entre proletarios y burgueses! La que se armó en el cine de invierno mientras proyectaban una película de pistoleros, fue de órdago. Los del palco lateral, iniciamos una batalla campal contra los burgueses de butacas, llamándoles de todo menos bonicos, a la vez que les saeteábamos con nuestros canutos con huesos de almecinas.
Ahora, cuando paseo por los campos de mi pueblo, en el otoño de mi vida, me surgen estos recuerdos de mi niñez. Cada árbol, camino, fuente o piedra, es un testigo silencioso y mudo, aparentemente. Porque bien que grita y habla un lenguaje, que solo puede ser escuchado con los oídos del corazón.
Ahora, cuando paseo por los campos de mi pueblo, en el otoño de mi vida, me surgen estos recuerdos de mi niñez. Cada árbol, camino, fuente o piedra, es un testigo silencioso y mudo, aparentemente. Porque bien que grita y habla un lenguaje, que solo puede ser escuchado con los oídos del corazón.