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viernes, 23 de noviembre de 2012

¡Santa Barbara bendita!

Dice un dicho popular que "con una misa y un marrano hay para todo el año". Con toda seguridad un remedio utilitario, cuya eficacia ha sido comprobado a lo largo de generaciones en tiempos de escasez que ha hecho de la necesidad virtud para tiempos de hambruna -que de todo hay-. Por algo, un santo venerado en nuestro pueblo es San Antonio Abad y su marrano: no sabemos quién de los dos más apreciado por los creyentes, (que me perdone San Antón), el uno por sus milagros, el otro por su eficacia para apaciguar el hambre y la escasez. Al final siempre lo paga el cerdo. Aunque, dicho esto, me cuesta creer que se pueda rezar con fervor con el estómago vacío, y mucho menos trabajar la tierra. En mis años de monaguillo, durante la misa matutina, contestaba en latín pensando más en el Cola Cao y la mantequilla de tres colores del desayuno, que en aquellos rezos en latín ininteligibles para mi corta edad.
Siguiendo la tradición familiar, aquel año mi padre mató un cerdo, para proveer a la familia del sustento necesario durante el  invierno. La matanza del cerdo, era un rito tradicional a la vez que una fiesta en todos los hogares del pueblo, que nuestros antepasados supieron transmitirnos, con esmero y eficacia, para la correcta conservación de los alimentos, desde tiempos pretéritos; nuestra casa no era una excepción. Era un arte comprobar como la experiencia y la sabiduría popular aprovechaba todas las partes del cerdo, para elaborar una ingente cantidad de productos contra la caducidad y los avatares del paso del tiempo. Tanto el frío como la sal eran elementos necesarios para tal fin. Salados los cuatro jamones por mi padre, sobre una mesa auxiliar de comedor que raras veces utilizábamos, estaban a la espera de ser colgados para su curación, en una habitación oreada que utilizábamos como despensa por disponer de una ventana orientada directamente a la cara oeste de Sierra Nevada.
Serían los primeros días de febrero, cuando una tormenta de lluvia y viento huracanado, azotó mi pueblo. Recuerdo con temor y respeto esa noche. Nunca olvidaré los hechos sufridos por mis padres y hermanos, aquella noche cerrada de invierno, en la que experimentamos en nuestras propias carnes la fuerza y los efectos de una naturaleza embravecida y ajena a las preocupaciones humanas. El dios Eolo desataba su brutalidad, con tal furia y fuerza ciega, que enojado, -vaya Usted a saber por qué- zarandeaba los tabiques, puertas, y ventanas de nuestra casa, que a duras penas resistían sus embates antes de ser arrancadas de sus goznes.
Dormíamos en la planta baja de la vivienda, y de repente, un ruido ensordecedor nos despertó de súbito: temblaban los tabiques y ventanas de la casa como si ésta estuviese edificada sobre arenas movedizas. A oscuras, sin luz, alumbrados tenuemente por un farol con pavesa de aceite, que mi padre utilizaba en las noches de riego, nos levantábamos de la cama para enfrentarnos a una fuerza que nos amenazaba pavorosamente. La ventana del cuerpo-luces, -ahora despensa- situada en la parte superior de la casa, chirriaba y resistía como podía ante las embestidas ciegas y racheadas de viento y aguanieve, que la golpeaban con furor inmisericorde. A la vez que una lluvia pertinaz percutía los cristales con un repiqueteo monótono, al resto de  ventanas de la casa, poniendo a prueba su resistencia.
Mientras nosotros luchábamos con un enemigo invisible, mi madre rezaba a Santa Bárbara y Santa Rita, junto a mis pequeños hermanos, con más temor que devoción. Un chasquido seco, seguido del ruido de unos cristales rotos, atrajo nuestra atención. La ventana del antiguo cuerpo-luces había sido arrancada de cuajo y proyectada contra la pared opuesta. El viento sin oposición, entraba en la habitación inflando y presionando las paredes, como si de un globo se tratara, con tanto empuje, que cabía la posibilidad que reventara los tabiques. La fuerza del viento, empujaba la puerta de dos hojas que daba al comedor, con tanta presión, que ésta finalmente cedió ante su empuje abriéndose de par en par, proyectando la corriente de aire sobre el comedor, arrollando todo lo que encontraba a su paso. -¡La mesa, la mesa de los jamones! -gritaba mi padre- a la vez que empujaba la mesa pesada contra las dos hojas de la puerta, sin conseguirlo, e impedir con su peso que éstas se abrieran. Mientras él contenía las hojas cerradas de la puerta, mis hermanos y yo empujamos la mesa de los jamones, con todas nuestras fuerzas, hasta acercarla a la puerta impidiendo su apertura. Ya casi lo habíamos conseguido, cuando una ráfaga inesperada de viento, deslizó la mesa sobre la superficie del suelo del comedor como si de una pista de hielo se tratara, desbaratando nuestros esfuerzos. Vuelta a empezar. Después de varios intentos, finalmente lo conseguimos, no sin antes apontocar la mesa con el sofá y la máquina de coser.
Al día siguiente, el pueblo amaneció devastado a causa del vendaval y los daños fueron cuantiosos por doquier. Ni una sola chimenea quedó en pie: cables del tendido eléctrico, tejas, y macetas, no se libraron de la fuerza de la naturaleza. El lamento unánime de la gente se manifestaba en un solo clamor. El alcalde, junto al consistorio, declaraba el pueblo y su comarca zona catastrófica, a la espera de recibir las ayudas oportunas que la ley establecía para estos casos.
Los daños no solo afectaron al casco urbano, sino también al campo y su comarca. Numerosos tendidos eléctricos, muros, balates y caminos, quedaron impracticables o deteriorados a causa de la fuerza de los elementos. El río se desbordó y los campos adyacentes se anegaron de agua y barro.
Pese a la situación catastrófica, la parroquia celebró un solemne acto religioso de rogativas y rezos, oficiado en la Iglesia parroquial por el titular, con la asistencia del Sr. Alcalde y la Corporación municipal en pleno. La gente rezó a Dios y a sus Santos patronos con fervor religioso, por haber librado al pueblo de males mayores.
Todo aquello nos parecía muy bien. Aunque tanto mi padre como yo, nos sentíamos héroes anónimos, orgullosos de nuestra hazaña, gracias a la cual, habíamos salvado nuestra casa. Mi madre, de profunda fe religiosa, consideró aquel hecho como un milagro de Santa Bárbara y Santa Rita. Mi padre, más profano, sonreía y asentía con la cabeza, disipando las dudas que le asaltaban... a la vez que mantenía su mirada cómplice, en un tácito pacto que ambos habíamos establecido.
Con las primeras luces, el pueblo despertaba de su traumática experiencia, con un hecho que fue muy comentado por aquel entonces: la cabina del cine de verano acabó destruida por los suelos y el proyector inservible. Algunos mal pensados, decían que había sido "castigo de Dios", porque la última película proyectada en el cine parroquial, fue "El Último Cuplé" de Sara Montiel.









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