La feria de ganado en Abla, aparecía puntual a mediados del mes de octubre, como la caída de las hojas en otoño o los primeros fríos del invierno, y con ella, el pueblo recobraba su alegría y viveza después de un largo estío en donde no pasaba casi nada. Aquel año, recuerdo, se instaló una compañía de teatro que representaba los Cuernos de Don Friolera de D. Ramón María del Valle- Inclán, en el cine de invierno. La compañía formada por artistas desconocidos en el mundo del espectáculo, contaba con un pianista llamado Froilán, que más parecía un querubín de cuadro de sacristía por su piel mofletuda y rosada y pelo rubio ensortijado, que un pianista de revista trashumante. Sus manos finas y delicadas, de largos dedos, apropiados para tocar el piano, contrastaban con la rudeza de manos callosas y agrietadas de los agricultores del pueblo, adaptadas a las faenas propias del cultivo de la tierra. Su sensibilidad artística se manifestaba en la delicadeza de sus andares, que más parecía flotar sobre las nubes que andar por tierra. Su voz aflautada y delicada, contrastaba con la fuerza varonil con que adornaba sus actuaciones, acompañado por la corista y su instrumento preferido, el piano. El piano y la mujer siempre han ido de la mano, y ya en el siglo pasado con la pérdida de las colonias los españoles se consolaban con reuniones sociales donde el piano jugaba un papel preponderante. Así corría una copla que decía. "A Juan Arango pianista de gran fama/ decía la otra noche cierta dama/ ¿No me toca usted nada?/ que a pasar nos ayude la velada?/ y complaciente Arango, por tocarle algo, le tocó el fandango".
Faltó tiempo para que Doña Tecla, joven viuda de un capitán del ejército republicano, se enamorara locamente del pianista. Lo que empezó por una invitación a tomar el té, se convirtió en una mutua admiración de simpatía entre ambos, y acabó en un deseo incontrolado de aquella mujer por entregar todos sus encantos al artista. Sus ilusiones y fantasías libidinosas, contrastaban con los principios y valores inculcados por su esmerada educación en un colegio religioso de monjas.
La gente del pueblo seguía aquel idilio con cierto entusiasmo y admiración, no carente de cierto suspense, hasta ver en qué quedaba todo esto. Los más cercanos a Doña Tecla, los que más la conocían, pronosticaban que aquella relación duraría muy poco, debido a los principios morales y religiosos y la rectitud y seriedad de Doña Tecla, incapaz de defraudar a su difunto marido a quien tanto quiso en vida. Los más maliciosos cantaban una coplilla que decía así: "Doña Tecla la de Yecla,/es tecla muy singular/¿Para qué sirve una tecla/que no se deja tocar?".
Pasaba el tiempo, entre versos sueltos, pareados y "bell canto", y el Pianista, sólo se limitaba a tocar las teclas de su piano, olvidando a Doña Tecla, que impaciente y harta de ser un florero chino de adorno, una musa del Parnaso, una quimera irreal, deseaba ardientemente -mas en cuerpo que en alma-, ser agarrada, suspendida, apretada, por unas fuertes manos varoniles, que aplacaran sus deseos más íntimos de mujer, tantas veces reprimidos. !Diantres! !Hay momentos en los que una mujer, lo que menos aprecia de un pianista, es el virtuosismo de convertir unos garabatos de un pentagrama en una melodía musical, y sí unas manos diestras, que le hagan vibrar su cuerpo en una sinfonía de deseos!
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