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miércoles, 28 de noviembre de 2012

El Mes de los Santos





Dos acontecimientos del otoño anticipaban cada año por estas fechas la proximidad del invierno. Uno es la caída de las hojas amarillentas, marrones y terrosas, volviendo al lugar de donde se nutrieron: La tierra (dejando a los árboles desamparados en su desnudez); y otra, las primeras nieves sobre la montaña anunciando el frío invierno. El cielo se torna gris y plomizo y su silencio sólo es roto por bandadas  de grullas, que  buscan lugares cálidos, donde pasar la larga estación. Estamos en noviembre, el mes de los Santos difuntos. La muerte, ajena a las efemérides, seguía golpeando a la vida, llevándose a niños, jóvenes, viejos y no tan viejos en aquellos años de los cincuenta. La gente se moría muy fácilmente. Las secuelas de la guerra, la medicina, la mala alimentación, y las pésimas condiciones de vida, hacían de mi pueblo un valle de lágrimas, cuyas consecuencias era la enfermedad y la muerte. Como monaguillo, vivía trágicamente aquellos acontecimientos. No solo ayudaba a misa sino que asistía a los funerales rivalizando con el sacristán con el canto de la misa en gregoriano, en un latín macarrónico que solo Dios entendía. La mayoría de las veces, se cumplía el principio de causalidad "Todo efecto procede de una causa", enfermo que visitábamos para llevarle los últimos auxilios, seguidamente lo enterrábamos. Mi condición y circunstancia de vivir al pie de la torre de la iglesia, y tener las campanas pegadas a mis oídos, me hacía diligente a madrugar, no sé si por obligación o por vocación. Fuera por lo que fuese, mi madre apoyaba mi vocación, pensando que no podía estar en mejor sitio que junto a Dios. Yo, naturalmente me lo tomaba muy en serio, pensando en el bien y el consuelo que podíamos llevar a gentes tan afligidas y creyentes, con nuestro ministerio. Ser monaguillo me producía un orgullo sobre los demás niños, inigualable. Los miraba desde el altar mayor -que como se sabe- es un sitio privilegiado. Si a esto añadimos un pequeño sueldo al mes, en torno a 25 pesetas, la felicidad de mi ego era completa. No solo rezaba sino que me pagaban por rezar. Envuelto en mis pantalones cortos de pana  negra (lo de negro era circunstancial) y mi jersey de lana, y el hisopo de agua bendita, íbamos de tumba en tumba por el cementerio, el cura, el sacristán y los monaguillos, rezando y cantando responsos para salvar a las Ánimas benditas del purgatorio. !Aquello era fantástico! Rezábamos, cantábamos, nos quitábamos el frío y cobrábamos. Eso sí: nunca supimos cuantas almas salvamos de aquel terrible lugar, nadie hizo el recuento; aunque nuestro bolsillo, a 25 céntimos el responso, siempre nos lo agradeció.





1 comentario:

  1. Años despues y con Juan David, entre otros, tomamos el relevo a las ordenes de D. Pedro y Dña Nati, su madre..

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