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jueves, 6 de octubre de 2011

Primo MANOLICO





Hoy quiero hablaros de una persona muy querida y entrañable de mi familia, que aún vive -espero por muchos años- llamado Manuel, aunque en la familia siempre ha sido "el primo Manolico".  Y quiero hablaros de él porque sigue dando lecciones de humanidad y dignidad para aquellos que le conocen y que tienen el placer de convivir y disfrutar de su compañía.
Allá por los años mozos los niños y mayores veíamos a Manolico como una verdadera institución en el pueblo, él era el encargado de llevar la correspondencia de correos a la estación del ferrocarril a una distancia aproximada de dos kilómetros. Aquel trayecto lo hacía todos los días del año de forma sistemática y puntual, junto a su viejo burro. Era el cordón umbilical del pueblo con el exterior. No solo surtía al pueblo de correspondencia, noticias y periódicos, sino de paquetería que acarreaba en el viejo serón de su jumento. No era tan importante como el filósofo alemán Inmanuel Kant, que cada vez que salía de casa para impartir clases en la universidad las mujeres ponían el reloj en hora, pero sí puntual; de tal manera que día tras día no faltaba a la cita del tren correo de Almería-Madrid y viceversa. Era tal su regularidad que había un dicho en el pueblo que decía así: "haga frío o calor, Manolico a la estación". Efectivamente, tanto en los días fríos de invierno, con nieve y lluvia,  como en el caluroso verano, la primera silueta que divisábamos cuando el tren de vapor, cansino y sediento por el esfuerzo realizado, se acercaba lentamente a la estación para repostar, era la de Manolico con las sacas de la correspondencia en cada mano y ritualizando el momento de la entrega. La campanilla de la estación anunciando la llegada-salida del tren y el estruendoso ruido de la máquina de vapor, nos anunciaba a los viajeros que estábamos  en nuestra tierra, en nuestro pueblo.
Recuerdo como uno de los momentos más bonitos de mi niñez, la alegría que sentía cuando pisaba la tierra de mis padres y el aire inconfundible de olores de naturaleza salvaje, de retama y tomillo, mezclados con el olor a carbonilla quemada. Allí estaba Manolico para darnos la bienvenida y contarnos las noticias más importantes acaecidas en el pueblo en nuestra ausencia, eso sí, con palabras cortas y enjutas, sin retórica ni perífrasis, llamando a las cosas por su nombre. ¿Cómo va la cosecha de uva? ¿Ha llovido? ¿Quién nos ha dejado? ¿Algo nuevo por el pueblo? Eran preguntas obligadas que surgían de nuestra mente curiosa, no sin cierta angustia e inquietud, esperando una respuesta satisfactoria. La cosecha de uvas de mesa era muy importante para las economías domésticas del pueblo. Era el tiempo de la "faena". Todo el pueblo dependía de la cosecha y también de su venta y comercialización. Un año sí y otro también los temores se hacían realidad. Cuando no eran las heladas, allá por los fríos días de invierno era el mildiu, o la poca muestra de género, lo que causaba cosechas paupérrimas; y si la cosecha era abundante no así el precio que era de miseria; había que vender so pena de quedarte con la uva colgada en el parral o destinarla a la alcoholera. Las consecuencias eran un año mas a comprar "fiao" en la tienda de comestibles los alimentos de primera necesidad.
Han pasado muchos años y aún sigue en mis recuerdos las noches de invierno pasadas en la mesa camilla junto al brasero, oyendo junto a Manolico Radio Pirenaica, con sigilo y temor. Con la espada de Damocles por encima de nuestras cabezas en forma de guardia civil, esperando en cualquier momento ser sorprendidos como niños traviesos por la pareja. Con él aprendí lo que significa la palabra "libertad", "justicia",  "igualdad" y "pluralismo político". Lo que mis maestros de escuela no pudieron enseñarme -por la censura del régimen- me lo enseñó él. 
Hoy sigue entre nosotros, en una residencia de ancianos. Su luz se va apagando lentamente pero sus ojos vivos y su risa inconfundible, suena con fuerza. El otro día le visité y le pregunté si me conocía; mirándome con su sonrisa franca me contestó que sí. Pues, ¿quién soy yo? -volví a preguntarle- No lo sé, me respondió.





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