"De mayor no pretendí ser lo que soy". Me comentaba mi amigo. "Un día te mandan al paro, después te quitan la casa, las tarjetas de crédito, el teléfono móvil, el internet y acabas cerrando los ojos durmiendo entre cartones en un banco del parque. Por último te quitan la identidad y la autoestima. Te roban tu dignidad".
Juan y María (nombres ficticios), viven en los Catillos, una barriada que corona los altos de mi pueblo. Su casa (por llamarlo de alguna manera) no tiene llave, ni cerradura, porque no hay nada que guardar. Sus paredes viejas y las marcas de chorreones de tierra launa, muestran un techo derrotado, cansado de soportar las inclemencias del tiempo de agua y nieve. Allí viven con sus dos niños pequeños. Son gente como tú y como yo. Gente que han cambiado el portátil, el coche, y las cenas los fines de semana en el restaurante; gente que dormía en sábanas planchadas con olor a suavizante, por una cama de metal y un colchón de muelles que rechina exigiendo su jubilación. Han perdido más que la dignidad. No tienen amigos, (nunca los tuvieron, como se ha demostrado ahora); en la época de la abundancia eran palmeros aduladores, arrimados al sol que más calienta; ahora la soledad por compañía: No han podido mantener su red familiar y social, son los apestados del sistema y su patente, sin mapa ni rumbo. Preparado de acuerdo con una hoja de ruta en la que el esfuerzo, el trabajo y la preparación eran signos inequívocos del triunfo, educados para hablar idiomas y comerse el mundo, ahora asisten al desmoronamiento de todo aquello en lo que creían, como un castillo de arena. El mundo de sus padres se ha evaporado y ellos se encuentran, perplejos y desorientados, en medio del estruendo. Pertenecen a la Generación Paréntesis (Ed. Planeta), término que la periodista Joana Bonet ha otorgado a los nacidos entre 1960 y 1970. Una generación que le ha sobrevenido el paro y de repente, la ha sumido en una crisis de identidad: “Nuestra profesión nos construye, y la utilizamos frecuentemente como tarjeta de visita. Es una agarradero al que nos asimos y por eso, cuando nos quedamos sin empleo, nos sentimos más a solas que nunca”. Asociado a esto, las relaciones sociales se han deteriorado y el status, alimentado por el éxito, el prestigio y el dinero, rebajado para convertirse de la noche a la mañana, en un ser despojado de su segunda naturaleza: el trabajo. Creando una pérdida de autoestima y crisis de identidad, difícil de superar.
Juan y María (nombres ficticios), viven en los Catillos, una barriada que corona los altos de mi pueblo. Su casa (por llamarlo de alguna manera) no tiene llave, ni cerradura, porque no hay nada que guardar. Sus paredes viejas y las marcas de chorreones de tierra launa, muestran un techo derrotado, cansado de soportar las inclemencias del tiempo de agua y nieve. Allí viven con sus dos niños pequeños. Son gente como tú y como yo. Gente que han cambiado el portátil, el coche, y las cenas los fines de semana en el restaurante; gente que dormía en sábanas planchadas con olor a suavizante, por una cama de metal y un colchón de muelles que rechina exigiendo su jubilación. Han perdido más que la dignidad. No tienen amigos, (nunca los tuvieron, como se ha demostrado ahora); en la época de la abundancia eran palmeros aduladores, arrimados al sol que más calienta; ahora la soledad por compañía: No han podido mantener su red familiar y social, son los apestados del sistema y su patente, sin mapa ni rumbo. Preparado de acuerdo con una hoja de ruta en la que el esfuerzo, el trabajo y la preparación eran signos inequívocos del triunfo, educados para hablar idiomas y comerse el mundo, ahora asisten al desmoronamiento de todo aquello en lo que creían, como un castillo de arena. El mundo de sus padres se ha evaporado y ellos se encuentran, perplejos y desorientados, en medio del estruendo. Pertenecen a la Generación Paréntesis (Ed. Planeta), término que la periodista Joana Bonet ha otorgado a los nacidos entre 1960 y 1970. Una generación que le ha sobrevenido el paro y de repente, la ha sumido en una crisis de identidad: “Nuestra profesión nos construye, y la utilizamos frecuentemente como tarjeta de visita. Es una agarradero al que nos asimos y por eso, cuando nos quedamos sin empleo, nos sentimos más a solas que nunca”. Asociado a esto, las relaciones sociales se han deteriorado y el status, alimentado por el éxito, el prestigio y el dinero, rebajado para convertirse de la noche a la mañana, en un ser despojado de su segunda naturaleza: el trabajo. Creando una pérdida de autoestima y crisis de identidad, difícil de superar.
Si esto es grave como consecuencia, peor es la causa que subyace detrás. Sea cual sea la cultura estudiada, encontramos en todas ellas un estrato común que a pesar de sus diferencias aparentes, hay un núcleo común a la naturaleza humana, una base sólida moral en las que está muy clara la identificación de lo que es bueno y lo que es malo, por encima de sus diferencias. Jean-Claude Michéa, prestigioso filósofo francés, ha estudiado lo que él llama “la moral intuitiva de la gente normal”, en Le complexe d'Orphée (Ed. Climats), “aquellas cosas que todo el mundo entiende que no deben hacerse”. Lo
específico de nuestra época es que las ideas dominantes chocan
violentamente con esa esencia de lo humano. Como subraya Michéa, vivimos
en un tiempo nómada, que aboga por los cambios continuos, por el
frecuente salto de fronteras y por la disolución de lo estable. En ese
entorno, las raíces, la vinculación sólida a personas y lugares o el
especial afecto por la tradición son vistos como notablemente
perjudiciales. En esa percepción tiene mucho que ver la idea, de que toda autoridad es
castradora. También esto está cambiando. Hoy el éxito nada tiene que ver con la ética ni la honradez. Lo importante es el triunfo a costa de lo que sea y no los medios empleados para conseguirlo. Nada de lo tradicional tiene validez, todo tiene que reinventarse; el problema es que no existe un guión y nadie sabe dónde está la salida...
Con una taza de café entre las manos, Juan y María me siguen hablando, con voz quebrada, sólo interrumpida por el tostoneo de los cohetes, que emergen desde distintos lugares del pueblo, aporreando el cielo, ajenos a las tragedias de los humanos.
Con una taza de café entre las manos, Juan y María me siguen hablando, con voz quebrada, sólo interrumpida por el tostoneo de los cohetes, que emergen desde distintos lugares del pueblo, aporreando el cielo, ajenos a las tragedias de los humanos.
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