La esperanza de un mundo idílico, acaba los domingos por la tarde; sobre todo si tu equipo preferido ha hecho el ridículo perdiendo con el adversario de toda la vida -que no es el caso actual, sino todo lo contrario-; no solo te acerca a la rutina del trabajo semanal, sino a soportar a tus compañeros de trabajo choteándose de tu equipo; asumir en tu orgullo de sufridor lo que "hay que tener" y no tuvieron los jugadores. El fin de semana es una esperanza frustrada: La de un mundo de "ocio" que no de "negocio". De pequeño, recuerdo los sábados víspera de domingo, con infinita alegría; solo una pega, tener que lavarse con agua fría en un barreño improvisado, y ponerse la muda inmaculada que a veces duraba toda la semana; ropa limpia, ropa con olor a jabón de sosa hecho en casa, lavada en las aguas transparentes de la sierra. Terminada la sobremesa, después de engullir la paella dominguera con el último café, comienza el declive y el terror de enfrentarse a una nueva semana de "más de lo mismo". La alegría de un fin se semana es engañosa; es la aspiración de todo ser humano de vivir sin trabajar, de ser libre sin sentir el aliento en el cogote de tu jefe, sin ver a las mismas personas que rivalizan contigo o que son un impedimento social para conseguir satisfacer tus propios deseos: De hacer lo que te apetece. Si el domingo es el día de los sueños hechos realidad, las tardes de domingo son angustiosas porque anuncian inexorablemente la llegada del lunes, por eso mi tristeza vespertina. Así ha sido hasta ahora.
Hoy, han cambiado las tornas, para los miles de parados, el lunes puede ser un día de esperanza, donde los minutos no pasen tan lentamente, quebrándose la cabeza sobre el fracaso de una vida frustrada, y no precisamente por culpa de ellos, sino por un sistema injusto, inhumano, devorador de sueños e ilusiones...Tal vez la semana se abra con nuevas oportunidades, con la esperanza que todo cambie, y siempre sea lunes.
En mis cortas luces infantiles, me pasaba la misa matutina dominguera pidiendo al Señor que no llegara nunca el lunes por tal de no ver la cara de Don José el maestro; nunca me lo concedió. Yo, tan silvestre, prefería los espacios abiertos de la naturaleza que las paredes cerradas de una escuela, bajo la estricta vigilancia de los cuadros del General Franco y José Antonio Primo de Ribera.
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