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jueves, 26 de abril de 2012

TOROS EN ABLA, si el tiempo no lo impide





Sí que lo impedía. La mayoría de las veces llovía para enfado de los taurinos, en una tierra que apenas llueve. Los paisanos se pasaban el año rogando a Dios por la lluvia, excepto estos días que pedían una tregua a la naturaleza -y claro- ésta nunca se la daba. No sabemos si la intercesión de nuestros patronos ante el Altísimo cesaba, desoyendo las oraciones de sus devotos, una vez que habian procesionado por las calles del pueblo, o que a los Santos Mártires -esto de volver a derramar sangre, aunque fuera de toro bravo- sobre la misma plaza donde ellos sufrieron martirio, no les agradaba demasiado. Fuera por lo que fuese, un año sí y otro también, llovía. Las fiestas patronales de los Santos Mártires se celebran el 19 de abril por lo que el 25 o 26 siempre había festejos taurinos, ya que  la plaza había que construirla a base de maderos en la plaza del pueblo.

Recuerdo con nostalgia aquellos días  en los que más importante que la misma fiesta eran los preparativos. Desde mi pequeña atalaya de niño de pueblo, contemplaba con admiración como un puñado de troncos de madera servían para construir un ruedo taurino, por una ingente cuadrilla de obreros en la que participaban todos los hombres del pueblo. Observaba como en los laterales de la plaza rectangular se hacían grandes agujeros con la barrena, a unos tres metros de las fachadas, donde iban apuntalados de forma inclinada grandes troncos desde el agujero a la pared. Entre aquellos maderos, se entrelazaban troncos más pequeños paralelos al suelo que servían de grada -eso sí- no muy cómoda para los futuros espectadores. En ambos extremos de la plaza, se construían dos plataformas para que pudieran asistir las mujeres y los niños. Dos palos en forma de equis en las cuatro esquinas, soportaban un madero cruzado entre las aspas para así formar una plataforma, que se cubría con troncos sobre unos tres metros del suelo, en cuyo suelo se cubría con jarapas de esparto o viejas alfombras que servían de plataforma para situar las sillas de mujeres y niños. Adornado con banderas de España y colchas de flores, daban a los fondos de la plaza un colorido multicolor, parecido a un jardín cuyas flores más bellas eran las mozas jovencitas ataviadas con mantillas españolas y vestidos de sevillanas.

El encierro de los toros era algo inolvidable para mi percepción infantil. Acompañado de mi amigo Lalo, tenía el privilegio desde el "terrao" de la fonda del pueblo, de asistir a la descarga y distribución de los cuatro novillos, en los toriles que se construían a propósito para tal evento. La belleza de los astados de color negro azabache, cataño, berrendo o lombardo, contrastaba con la  fiereza de aquellos bichos embistiendo y corneando las empalizadas con sus largas astas astifinas o cornalonas, y el ruido tembloroso de los maderos, recorría mi cuerpo entre el temor, el estupor, el olor a yerba recién cortada, con la certeza de que nunca nos podrían embestir. !Ni por todo el oro del mundo nos hubiéramos puesto delante de  tal fiera! De ahí la idealización de héroes que hacíamos la chiquillería con los diestros que participaban en la corrida. Mis amigos y yo, queríamos ser uno de ellos en el paseillo, la gloria y en el aplauso, pero sin pasar por el trance tan terrible de la faena en el ruedo. !Todos queríamos ser Vaquerito! -así se llamaba nuestro valiente espada- cada año tan puntual en la fiesta como la lluvia, a quien todos los niños  veneramos como un ídolo. Solo ponerse delante del toril, sentado en una silla, desafiando la salida del toro, lo elevaba a la categoría de héroe. Aquel hombre estaba hecho de una pasta fuera de lo común -pensaba el respetable- El ruido ensordecedor de la muchedumbre cesaba, roto por el sonido de la trompeta, anunciando la salida del primer novillo. La plaza, de repente, pasaba de algarabía ruidosa a un silencio monacal, roto por algún despistado fuera de tiempo, a la espera del primer astado. Hasta que..., el novillo salía a la plaza con una furia inusitada, y Caravieja, -otro diestro así llamado por tener un rostro envejecido- sentado en una silla delante del toril, corría que se las pelaba con silla y todo, para refugiarse en el burladero como alma que lleva el diablo. De repente, su naturaleza humana se manifestaba en forma de pánico reflejado en su rostro. Sus atributos de ídolo del pueblo se difuminaban por encanto. A pesar de todo, se aplaudía el voluntarismo heroico que año tras año realizaba para conseguir méritos para volver a hacer lo mismo. Pero si peculiar era nuestro héroe, no lo era menos el jefe de la cuadrilla llamado "El Eléctrico", nominado así, no solo por la rapidez que empleaba en poner las banderillas, sino como escapar del novillo a la celeridad del rayo en menos tiempo que la cópula de dos gorriones.

En el balcón de mi abuela -que daba a la plaza- dos horas antes de las cinco en punto de la tarde, allí me encontraba entre los barrotes, peleando con mis hermanos y primos, por conseguir un puesto prevalente para contemplar el festejo taurino, con la emoción contenida; esperabamos con más hambre que ansiedad el descanso entre novillo y novillo, para degustar los bocadillos de tortilla, jamón y queso de bola con gaseosa, que mi madre extraía de aquella copiosa cesta cubierta con mantel de cuadros rojos. Lo de menos era la faena y el noble arte del toreo, -que lo dejabamos para los entendidos- lo demás eran las ricas viandas que salían de aquella cesta, preparadas con mucho cariño para deleite de los presentes. Jamás olvidaré aquellos bocadillos de jamón y la bota de mosto, que pasaba de mano en mano con la mirada perdida en el cielo azul abulense, para mejor degustación de nuestros caldos. Así entre olés, pasadobles toreros, y el beso de adolescente robado a nuestra primera moza, degustábamos con deleite aquellas viandas que con tanto amor y cariño preparaban nuestras madres y abuelas.








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