Recordar el Viernes Santo en Abla es rememorar la procesión de El Paso. Para los que hemos vivido la Semana Santa en el pueblo, el Cristo con la cruz a cuestas saliendo del templo con la túnica morada ayudado por Simón de Cirene, es algo que queda impreso en la memoria de todo abulense sea creyente o no.
De toda la comarca, Abla siempre ha sido muy cuidadosa con todo lo referente a las tradiciones. Fue fundada por los romanos con el nombre de Alba, y se encuentra situada en la ladera de un montículo mirando al sur, en las estribanías de Sierra Nevada, en la Alpujarra almeriense. Cruce de caminos entre Almería, Guadix, Granada, el pueblo tiene sus propios patronos: Los Santos Mártires, que sufrieron el martirio alrededor del año 303 d.C, siendo gobernador Daciano; mucho antes, fue sede apostólica fundada por San Segundo, obispo, y uno de los siete Varones Apostólicos de la Bética.
Además de la huella romana, el pueblo cuenta con una fuerte tradición de los árabes alpujarreños, cuya muestra más fehaciente son los nombres de los pagos y la cimbras que los riegan, apelación que nos remiten a su historia y cultura.
Abla, es un pueblo de profundas raíces religiosas. La religión la vivieron nuestros padres con toda la profundidad e intensidad propias de un pueblo que vive hondamente enraizado en sus tradiciones y costumbres. Trasmitidas oralmente de padres a hijos, actualmente se conservan gracias a la dedicación y entrega de su gente.
La Semana Santa no es ajena a esta memoria colectiva que enriquece y cohesiona a los abulenses. A ello hay que añadir la aportación de la Iglesia representada por su párroco D. Juan Bautista García del Castillo, allá por los años 50, un hombre creativo que supo dotar de plasticidad las procesiones y las hermandades de la parroquia, gracias a sus dotes naturales de organización. Él fue el alma que dió vida a los diferentes pasos de la Semana Santa. Justo es reconocérlo. Sirva mi modesta aportación para quien se la merece: !Gracias Don Juan!
Una vez efectuado el Via Crucis, en la madrugada del Viernes Santo, todo el pueblo vuelve al templo para asistir a la procesión de El Paso. La hermandad de los morados, dirigida por el hermano mayor, y sus nazarenos, se aprestan a procesionar un trono rectangular, flanqueado por cuatro faroles modestos en cada esquina, en cuyo centro se yergue la figura de Jesús Nazareno, soportando sobre sus hombros una pesada cruz. Su rostro, coronado por una corona de espinas, manifiesta el dolor y el esfuerzo que tiene que hacer para poder mantenerse en pié a duras penas; Gracias a la ayuda de Simón de Cirene, la pesada cruz se desliza con dificultad. Sus manos huesudas se aferran a la cruz sujentándola con determinación, cumpliendo la promesa hecha a su Padre en el Huerto de Getsemaní, de que no se hiciera su voluntad sino la suya. La túnica morada del Nazareno, trasluce un cuerpo magullado y maltratado por el terrible flagelo romano. Su lento caminar por las calles del pueblo, se ve acompañado por el sonido de la Bocina y las trompetas de los sumos sacerdotes. Consta de un pito de unos dos metros de largo con ruedas, que permiten deslizarse por el suelo y que emite un sonido profundo bajo, en contraste con otra trompeta más corta de metal, con sonido agudo. Los sonidos se intercalan empezando el bajo para luego unirse con el agudo. Ante el silencio de cientos de personas el sonido de las trompetas nos retrotraen a la larga vigilia del Señor -cuando fue negado por Pedro- y al recogimiento y la oración.
Detrás del Nazareno, San Juan Evangelista procesiona con la hermandad de los verdes, indicando con su dedo erguido el camino por donde va el Nazareno a la Virgen de los Dolores. Será en el Paseo de San Segundo, donde San Juan presenta a la Virgen a su hijo con la cruz camino del Calvario. La plasticidad del encuentro de la madre con su hijo en el silencio de la mañana, sólo interrumpido por el sonido de la bocina, es de una belleza que conmueve y rompe el corazón. El trono de la Virgen de los Dolores es de una belleza barroca arrebatadora. Su rostro manifiesta el dolor de una madre ante el sufrimiento de su hijo. La imagen de la Escuela de Salzillo, si no del mismo maestro, bajo su dirección, es de un realismo que impresiona. Coronada bajo el manto bordado de hilo de oro y negro, bajo palio de seis varales de niquel-plata, procesiona por las calles de Abla, bajo el mando del hermano mayor con distintivo negro y penitentes con cirios encendidos. Cincuenta cirios iluminan su rostro y el corazón de plata en el pecho traspasado por siete puñales...
Mirando fijamente aquella imagen, no pude menos que llorar de emoción en recuerdo de mis familiares más queridos: mi padre y mi abuelo. Cuando aquella mañana primaveral de Viernes Santo, cogido de la mano de mi padre, veía pasar El Nazareno con su túnica morada y su cara ensangrentada... seguido por su Madre Dolorosa. Allí estaba yo de niño, vestido con ropa de domingo y zapatos nuevos como si fuese siempre domingo; limpio y aseado, hasta el punto de buscar la mirada cómplice de la Virgen, aprobando mi aspecto, en aquellos tiempos de escasez y penuria. Pocas personas que contemplaban emocionadas aquella imagen de la Virgen, conocían las vicisitudes de aquella imagen tan bella a la que rezaban, que yo sí sabía, gracias al relato que mi padre me había contado y que afortunadamente disfrutaba con su conocimiento y contemplación. El pueblo de Abla, junto con la provincia de Almería, fue zona roja durante la guerra civil española. Algunos comunistas del pueblo se dedicaron a destruir las imágenes del templo quemándolas en la plaza del pueblo. Ni siquiera las imágenes de los patronos de los Santos Mártires y la Virgen del Buen Suceso se salvaron de la quema. Mi abuelo, Juan González Gómez, viendo la situación, pudo esconder la cabeza y las manos de la Virgen de los Dolores en su casa ocultándola en una hornacina de la cocina, envuelta en un pañuelo rojo de la CNT. Sospechosos de este hecho, intentaron quemar la casa si no aparecía la imagen. Pero mi abuelo, hombre de religiosidad profunda, no cedió; aunque finalmente fue descubierta, merced a un soplo anónimo y ardió en la plaza del pueblo junto a otras imágenes, pudiendo salvarse sólo las manos escondidas en otra casa. Aquello le costó la cárcel a mi abuelo en "El Ingenio" (barco atracado en el puerto de Almería utilizado como prisión) pero no fue fusilado, gracias a la intervención del Tío Pepe Galindo, alcalde de Abla, quien abogó por mi abuelo hasta conseguir su libertad.
Si "El Encuentro" es conmovedor no lo es menos cuando la Verónica enjuga el rostro de Jesús en la plaza. En una esquina de la plaza rectangular se sitúa el trono del Nazareno y paralelamente a esa esquina el Trono de la Virgen en medio está San Juan. En el otro extremo de la plaza aparece el trono de la Verónica que avanza lentamente al son de la bocina, en baile zizagueante al ritmo musical, genuflexa por tres veces en tierra, hasta encontrarse de frente con el Nazareno; en ese instante se desliza un lienzo entre sus manos y aparece el rostro de Jesús reflejado en el lienzo. La Verónica retrocede, mostrando el rostro de Jesús para posteriormente mostrárselo a la Virgen de los Dolores. Todo bajo el olor del incienso que se eleva hacia el cielo como forma colectiva de plegaria de un pueblo que reza. Todo acontece en un silencio que impresiona, sólo interrumpido por el sonido de la bocina que, plañidera, llora la tragedia de un hombre cuyo rostro hecho dolor, queda impreso en el paño de una mujer piadosa.
Mirando fijamente aquella imagen, no pude menos que llorar de emoción en recuerdo de mis familiares más queridos: mi padre y mi abuelo. Cuando aquella mañana primaveral de Viernes Santo, cogido de la mano de mi padre, veía pasar El Nazareno con su túnica morada y su cara ensangrentada... seguido por su Madre Dolorosa. Allí estaba yo de niño, vestido con ropa de domingo y zapatos nuevos como si fuese siempre domingo; limpio y aseado, hasta el punto de buscar la mirada cómplice de la Virgen, aprobando mi aspecto, en aquellos tiempos de escasez y penuria. Pocas personas que contemplaban emocionadas aquella imagen de la Virgen, conocían las vicisitudes de aquella imagen tan bella a la que rezaban, que yo sí sabía, gracias al relato que mi padre me había contado y que afortunadamente disfrutaba con su conocimiento y contemplación. El pueblo de Abla, junto con la provincia de Almería, fue zona roja durante la guerra civil española. Algunos comunistas del pueblo se dedicaron a destruir las imágenes del templo quemándolas en la plaza del pueblo. Ni siquiera las imágenes de los patronos de los Santos Mártires y la Virgen del Buen Suceso se salvaron de la quema. Mi abuelo, Juan González Gómez, viendo la situación, pudo esconder la cabeza y las manos de la Virgen de los Dolores en su casa ocultándola en una hornacina de la cocina, envuelta en un pañuelo rojo de la CNT. Sospechosos de este hecho, intentaron quemar la casa si no aparecía la imagen. Pero mi abuelo, hombre de religiosidad profunda, no cedió; aunque finalmente fue descubierta, merced a un soplo anónimo y ardió en la plaza del pueblo junto a otras imágenes, pudiendo salvarse sólo las manos escondidas en otra casa. Aquello le costó la cárcel a mi abuelo en "El Ingenio" (barco atracado en el puerto de Almería utilizado como prisión) pero no fue fusilado, gracias a la intervención del Tío Pepe Galindo, alcalde de Abla, quien abogó por mi abuelo hasta conseguir su libertad.
Si "El Encuentro" es conmovedor no lo es menos cuando la Verónica enjuga el rostro de Jesús en la plaza. En una esquina de la plaza rectangular se sitúa el trono del Nazareno y paralelamente a esa esquina el Trono de la Virgen en medio está San Juan. En el otro extremo de la plaza aparece el trono de la Verónica que avanza lentamente al son de la bocina, en baile zizagueante al ritmo musical, genuflexa por tres veces en tierra, hasta encontrarse de frente con el Nazareno; en ese instante se desliza un lienzo entre sus manos y aparece el rostro de Jesús reflejado en el lienzo. La Verónica retrocede, mostrando el rostro de Jesús para posteriormente mostrárselo a la Virgen de los Dolores. Todo bajo el olor del incienso que se eleva hacia el cielo como forma colectiva de plegaria de un pueblo que reza. Todo acontece en un silencio que impresiona, sólo interrumpido por el sonido de la bocina que, plañidera, llora la tragedia de un hombre cuyo rostro hecho dolor, queda impreso en el paño de una mujer piadosa.
RECORDAR ES REVIVIR.LEYENDO EL ARTÍCULO HE REVIVIDO EL PASO CON MUCHA INTESIDAD. ES COMO SI HUBIERA ESTADO EN ABLA. ME HA CONMOVIDO Y EMOCIONADO. QUÉ HUELLA DEJAN Y QUÉ PROFUNDAS SON LAS RAÍCES DE MI PUEBLO.
ResponderEliminarGRACIAS POR RECORDARNOSLO CON TANTA VIVEZA
Gracias, amigo.
ResponderEliminarEmotivo artículo,y más cuando lo acabas de leer y lo vives al momento.
La Plaza, como siempre, repleta.
Viernes, 29 de marzo de 2013.