Translate
lunes, 18 de julio de 2022
Solo un profesor de instituto
viernes, 15 de julio de 2022
PEÑA MADRIDISTA "EL ESPARTO DE FIÑANA "
Así somos...
Dios creó el mundo en seis días y el séptimo descansó. Bueno, realmente no descansó porque el domingo por la tarde creó al Real Madrid, pronunciando estas palabras: "Hágase el Real Madrid, equipo de fútbol, que sea ejemplo de excelencia, deportividad y buen hacer; que sea modelo de comportamiento deportivo ejemplar, y sirva como referencia universal para todas las generaciones posteriores; Que alegre las tardes domingueras a los aficionados, y dispute en buena lid los partidos, sin olvidar nunca los valores deportivos." Y en ese instante comenzó el Real Madrid su andadura por el mundo. Después, viendo que lo que había hecho era bueno, nombró a su profeta D. Santiago Bernabéu y como sumo sacerdote a D. Alfredo Di Stéfano.
Y fue así, queridos amigos, como yo me imagino la creación del equipo de nuestras ilusiones y dichas, y de vez en cuando nuestras desdichas. En este año el Real Madrid ha cumplido 120 años. !Felicidades, Real Madrid! Como institución serás eterna para disfrute y gozo de los que te llevamos en el corazón. Tu leyenda y gestas pasarán de generación en generación y tu recuerdo vivirá en el universo mientras exista la vida en el mundo.
En nombre de tanta gente anónima, quiero tomar su palabra y hacerla mía, para decirte que si no hubieras existido, habría que inventarte. En palabras de G. Leibniz quien creía que "Dios creó el mejor de los mundos posibles", pienso que este mundo es mejor porque tú forma parte de él. !Gracias Real Madrid por ser como eres! Por llevar ilusión y esperanza a tanta gentes cuya existencia está llena de desilusiones y desesperanza. Por crear alegría y fe en tantas personas que sufren en silencio soledad, enfermedad, y problemas a veces insuperables. Por ser un ejemplo de esfuerzo, lucha, tenacidad y excelencia, virtudes que nos hacen mejores. Por ser un club ejemplo de solidaridad en la educación de los niños más pobres, creando ilusiones que fortalecen el carácter de los futuros hombres emprendedores del mañana. Por reconocer el esfuerzo del contrario -que también cuenta- y aceptar con deportividad cuando es mejor que tú, sirviéndote de acicates para superarte y aprender de los errores. Por salir y romper las barreras de la cuna de una ciudad castellana, y hacerte universal y global en un mundo que no conoce fronteras de raza, lengua o religión. Lo llevas impreso en tu color el blanco: el más universal de los colores. La claridad, la limpieza de tu camiseta -siempre nítida y diáfana- es símbolo de tolerancia y respeto, frente al arco iris cultural de los diversos pueblos que se sienten hermanados en tu color universal: el blanco.
Somos guerreros espartanos,
Nuestro nombre es "El Esparto",
Nuestra cuna es Fiñana,
Somos gente deportista
Unos son de Ancelotti,
!Ramos despéjalo ya!
Nuestro color es el blanco,
No nos caen bien los culés
con envidias y resquemores.
El fútbol es nuestra ilusión
¡Somos guerreros espartanos,
Presidente de la peña "El Esparto de Fiñana"
miércoles, 13 de julio de 2022
"Y en las mismas mil pesetas..."
Hoy es día de mercado, -solía recordar nuestro padre en casa- cuando los días cinco y veinte de cada mes llegaban puntuales en el calendario. El pueblo transformaba su aspecto tranquilo y rutinario por la eclosión de transeúntes y mercancías, que afloran por doquier, ante los ojos asombrados de un niño de los años 60: una manifestación de abundancia en tiempos de escasez, y un homenaje a la opulencia y la cornucopia. Aquel evento era un acontecimiento multitudinario, extraordinario y festivo, que el pueblo celebraba con júbilo, dando la bienvenida a todos aquellos visitantes que venían de toda la comarca para vender sus productos autóctonos: comerciantes, agricultores, carpinteros, ceramistas, zapateros, carniceros, mercantes, afiladores, charlatanes, traperos y rapsodas; todos llegaban con la ilusión de ganar unas pesetas para seguir viviendo; todos pugnaban por convencer a los asiduos compradores locales, foráneos, cortijeros, o simplemente mirones, de la excepcional calidad de sus productos agrícolas, frutas diversas, hortalizas frescas y toda clase de productos elaborados de la huerta, la ganadería, y la apicultura. Mucho o poco -según se mire- para gentes acostumbradas a vivir el día a día y a soportar las penurias propias de una posguerra de la que muy lentamente se salía a duras penas.
Para un pueblo tranquilo de la Alpujarra almeriense, como es Abla, la actividad diaria se desarrollaba entre el campo y la escuela. En el pueblo prevalecían las voces y los sonidos que identifican su actividad con la monotonía inconfundible de la forja del yunque del herrero, las campanadas pausadas del reloj de la vieja torre de la iglesia, o el canto habitual de los niños de la escuela recitando las tablas de multiplicar, junto a la voz inconfundible de Don José, el maestro, cuya severidad era más aparente que real; (un hombre íntegro. Maestro Escuela de padres e hijos, su autoridad moral e intelectual era incuestionable. Debajo de su aparente ferocidad por imponer la disciplina, se escondía la humanidad de un hombre ejemplar que creía en el valor de los principios educativos y culturales del conocimiento). Cuando cometiamos una falta de disciplina, o éramos incapaces de resolver un problema de cálculo matemático, Don José utilizaba el “Don Benito”, una regla de madera temida por todos los niños de la escuela (sobre todo cuando golpeaba en el filo de los dedos) haciendo válido el dicho que "la letra con sangre entra". Lo que más nos divertía de la escuela era cuando explicaba la historia de España, o cuando nos incitaba a salir a la pizarra para resolver un problema de cálculo o de sintaxis gramatical, premiando al alumno más capacitado. Lo que menos, el canto matinal de "El Cara al sol” o "El Prietas las filas", bajo la tutela de los cuadros de Franco y José Antonio. Algunos recordamos las quejas de Don José a nuestros padres, cuando comprobaba la dedicación de sus hijos en las tareas propias del campo, relegando los estudios y deberes de la escuela; observaba con impotencia como muchos niños privilegiados por una inteligencia natural, perdían la oportunidad de una buena formación por la pobreza de sus familias, la desigualdad de oportunidades, o ambas.
Ya en el mercado, al ser de día, cuando el sol aún no había roto la oscuridad, comenzaban a llegar arrieros con rostros cansados y soñolientos después de haber pasado toda la noche arreando a sus monturas, para una vez llegados a su destino, aliviar a las bestias de sus pesados capazos, y ocupar el lugar más idóneo de la plaza del pueblo para la exposición y venta de sus productos a los ojos de los curiosos e interesados visitantes. Un rito tradicional que se repetía dos veces al mes ante los asombrados ojos de los niños que expectantes esperaban este acontecimiento.
!Vamos niñas, hay naranjas precoces! -gritaba un vendedor de rostro cansino, llegado de un pueblo llamado Nacimiento- con sus productos recién recolectados de las fértiles huertas a orillas del río que da nombre a su pueblo. Pirámides de montones de naranjas se alineaban en la plaza del pueblo sobre fardos extendidos en el suelo, contrastando su colorido con el ocre de la tierra y el polvo fino del suelo. Jumentos cansados por el esfuerzo y la distancia recorrida, atados a las rejas de las fachadas de las casas, junto a los aperos de transporte y rodeados por sus propios excrementos, rumiaban como pensativos su desdichada vida de trabajo. Hombres de rostros curtidos por el sol cubiertos por boinas que un día fueron negras y hoy palidecen a la par que la piel de sus dueños quemadas por un sol abrasador. Manos encallecidas, agrietadas y huesudas, que lo mismo aran la tierra que venden sus naranjas y limones a precio por docenas, o pesan con balanza romana unos kilos de tomates, cebollas o acelgas, a quienes se arrimen a su puesto. Pies desnudos y calzados con abarcas o esparteñas ceñidas en torno a la planta del pie. Mujeres vestidas con un sinfín de vestidos de colores en relación a su edad, con la cabeza cubierta por el luto como testimonio de la pérdida de un ser querido. Cestos vacíos para llenar y portar a casa con viandas, después de mil y un regate por el precio del producto siempre caro para unos y barato para otros. Mercado, un mundo por descubrir. Meta final donde el trabajo queda recompensado después de una larga espera de incertidumbre de éxito o fracaso en un corto intervalo de tiempo; la frustración del agricultor por mal vender sus productos por debajo del coste de producción, y tener que volver con la mercancía sin vender y destinarla para alimento de los animales, o el éxito de haber vendido sus productos a buen precio. Nunca en tan poco espacio se concentraba tanto producto, fruto del esfuerzo y el tesón de gentes que se afanaban por ganarse la vida. Todo se jugaba en un instante, en un momento…, una mala operación o una decisión desacertada en el precio, podía dar al traste con las ganancias de todo un año de trabajo.
!Jureles, sardinas, pintarrojas frescas! gritaban los "pescaeros" del Paseo, desde su puesto abierto al público, más parecido a un tranvía averiado que a un puesto de mercado, elevando el tono de sus voces para convencer a los más indecisos a comprar. Un coro de voces de tonos graves y agudos, desafinados y polífónicos, convocaba a los visitantes a comprar sus productos autóctonos por su calidad y artesanía, a la altura del más exigente gourmet, con palabras como: ¡Queso de cabra! ¡Hay miel de caldera! !Higos chumbos!.
¿Hay quién dé más? Sonaba la voz de un charlatán bajito y rechoncho, con un megáfono en su mano, tratando de atraer la atención del respetable, desde un camión con el portón trasero abierto a modo de escenario. !Y una manta más!, añadía, manifestando a la vez en su rostro el esfuerzo y la dificultad de una oferta imposible de rechazar por ser una ganga. Al mismo tiempo, la gente se arremolinaba en torno al camión atraída por la curiosidad, la fuerza de sus palabras, o los gestos y aspavientos del charlatán. Antes de que alguien pujara por la última oferta, aquel hombre volvía sobre sus pasos a la vez que pronunciaba aquellas palabras mágicas de ¿Hay quién dé más?. A continuación entraba bajo el toldo para presentar, a su juicio, una descomunal oferta irrechazable para el público, el ajuar completo de una novia. Al ver que nadie pujaba ni levantaba la mano, volvía a introducir su oronda figura en el toldo del camión y aparecía ante todos con un traje de pana negra de caballero, por el mismo módico precio con el que empezó la subasta: ¿Hay quién dé más?. Aquel hombre era el charlatán del mercado. Hombres y mujeres, mayores y niños, nos quedábamos boquiabiertos tanto por la capacidad convincente de su verborrea, como por la cantidad de lotes en oferta, compuestos de mantas, toallas, colchas, manteles y trajes de caballero, que aquél hombre ofrecía a precio irrisorio, mientras pronunciaba las siguientes palabras: "Y en las mismas mil pesetas...esta manta de Palencia, más un juego de toallas, un pijama de caballero, una bata de señora, cuatro juegos de sábanas"...; (luego proseguía, viendo que nadie aceptaba la oferta, porque ya lo conocíamos y esperábamos que aumentase el lote) Efectivamente, así lo hacía: "Más una chaqueta de cheviot, para vestir, mas dos pares de calcetines...!" !Oh aquella chaqueta gris de pata de gallo, que se metía por los ojos!. Si a esto añadimos, el poder de la palabra por la retórica del charlatán y la mímica de sus gestos, entonces, tenemos todos los ingredientes para caer como incautos en el cepo del engaño. Las mantas no eran de Palencia, más bien abrigaban lo justo; y en cuanto a la chaqueta de cheviot, después de mojarse en un primer chaparrón inesperado, encogía de sisa y mangas.
Gente. Mucha gente hablando de sus cuitas. Saliendo de sus silencios y su soledad… que el campo obliga. Socializando, compartiendo problemas, alegrías y tristezas. Debajo de un árbol frondoso del Paseo, el zapatero instalaba su pequeña silla, con un cojín de color indeterminado por el uso, para hacer más confortable su trabajo, y un tronco de madera entre sus piernas, Sebastián "El Catite" -así se llamaba-, sin él, el mercado hubiera sido otra cosa distinta. Rodeado de neumáticos viejos de coche, y sin más herramientas que un yunque, de madera, cuchillo, martillo y grapas, transformaba con sus manos habilidosas aquellas gomas desgastadas por el uso de la carretera, en abarcas para calzar los pies de los que luego recorrerán los surcos de la tierra para la siembra, la siega o la trilla. Mis ojos de niño se abrían de par en par observando embelesado aquel acto creativo propio de un mago o un artista, que transformaba la materia vieja y amorfa en sandalias nuevas que a mi me parecían las más bonitas del mundo (¡”comerás recortes de Catite si no te aplicas en la escuela”! -me advertía mi padre- cuando las notas no eran de su agrado). ¡Aquel sí que era un verdadero maestro, práctico y eficaz, muy distinto a Don José el maestro, que en la escuela solo se limitaba a enseñarnos a leer, escribir y calcular, sin producir nada! Mi mente de niño no estaba preparada para valorar el valor de la educación y del conocimiento. Tardé un tiempo en comprender que mi padre tenía razón.
O "El Frasco", quien se afanaba por vender tapaderas de madera para cántaros, morteros, y cucharas de palo, a las amas de casa; cuando le preguntaban por el precio de sus tapaderas, tardaba un siglo en contestar a causa de su tartamudez, que llevaba con mucha dignidad.
O "El Tío de las ollas", (así llamábamos al alfarero), aunque en su negocio se vendía toda clase de cacharros de barro, todo lo necesario para equipar la cocina y la mesa más exigente: fuentes, platos, tazas, cacerolas de barro, pucheros, ollas, cántaros; cerámica muy apreciada en la comarca por la calidad del barro cocido y la artesanía de sus adornos pintados a mano.
Pero no todo eran productos de alimentación o compraventa de objetos para el hogar, también se podía alimentar el morbo y la curiosidad escuchando a los rapsodas, recitar en verso los grandes crímenes y desengaños amorosos de la época que ponían los pelos de punta a los oyentes, previo pago de unas octavillas por el módico precio de unos céntimos de peseta. Crímenes horrendos, amoríos baldíos, celos, odios y envidias, que acaban unas veces bien y otras no tanto. "El Caso", periódico de sucesos de la época, no hubiera podido hacerlo mejor.
Hoy sigue habiendo mercado en Abla, porque la vida sigue; pero ya nada es igual. Ni mejor, ni peor. Distinto. El problema es que ha cambiado todo tan deprisa, que algunos nos resistimos a aceptarlo. Hoy, cerramos nuestros ojos y nos sumergimos en aquellos años de nuestra infancia donde la felicidad no estaba comprometida con la posesión del tener, sino del ser. Era muy poco lo que necesitábamos para ser felices. Sin saberlo, seguíamos el dicho del clásico “Que no es más feliz quien más tienen sino quien menos necesita”. Sirvan estas palabras, para refrescar la memoria nostálgica de un pasado, que para muchos fue parte de nuestra infancia.
martes, 12 de julio de 2022
"Yo solo temo a Dios"
Aquella mañana soleada de verano, el pueblo despertaba al ser de día, como habitualmente solía hacerlo durante la siega del trigo y la cebada. Nada parecía perturbar la quietud de sus moradores, cansados, después de faenar de sol a sol segando o trillando en la parva de la era. El cansancio y el sueño acumulados se apoderaban de sus gentes, entregadas más en cuerpo que en alma, a las duras tareas agrícolas.
Un rumor de voces cada vez más grande, conmovió la vida apacible de aquel pequeño pueblo de las Alpujarras almeriense:
- ¡Don Facundo, el cura, ha resucitado! -comentaba una vecina a otra, mientras pregonaba a los cuatro vientos aquella sorprendente noticia.
- Querrás decir: que ha aparecido -le respondió otra vecina.
- ¡No, no! ¡Ha resucitado!
- ¿Cómo? No es posible -comentó otra- hace muchos años que desapareció durante la guerra civil, y desde entonces nada se sabe de su paradero. Por aquellos tiempos alguien comentó que había huido al monte. Otros afirmaban que había sido sorprendido por milicianos venidos de la capital en la madrugada de un día de febrero del año 37 y posteriormente conducido para ser fusilado en la tapia del cementerio de un pueblo cercano. Lo cierto es que nadie encontró su cuerpo, y desde entonces el tiempo sepultó su recuerdo.
-Lo cierto es que ha aparecido y que está vivo entre nosotros -terció otra-.
Un bando municipal informaba al pueblo de la sorprendente e insólita noticia, que decía así:
“Por orden del Sr. Alcalde , se hace saber: que Don Facundo Prudencio García, cura ecónomo de la Parroquia Nuestra Señora de la Asunción, ha sido hallado esta mañana en la casa de Doña Amparo Socorro -viuda de D. Ramón Tejada- escondido en el sótano de la casa y oculto dentro de una orza de barro desde la guerra civil, encontrándose en un estado tanto físico como psicológico aceptable".
Desde que se inició la guerra civil en el año 36, el cura había permanecido oculto huyendo de los milicianos de izquierdas, evitando poder ser conducido a la tapia del cementerio y ser fusilado, como ocurrió a sus compañeros de profesión. Según ha explicado el municipal del pueblo repetidamente, a todos aquellos interesados en tan importante noticia. Su hallazgo ha causado tal revuelo en este pequeño pueblo, que la gente no deja de hablar y comentar la feliz noticia añadiendo o quitando según su parecer.
- Ahora se encuentra en el cuartelillo de la guardia civil, declarando -comentaba el municipal, -enfatizando sus palabras- rodeado por un grupo de curiosos, ávidos por conocer los pormenores de la noticia.
- ¿Qué tal se encuentra Don Facundo? Preguntó una señora con rostro preocupado.
- Muy bien. Mejor de lo esperado, señora -respondió el municipal-
- Según ha comentado Don Anselmo, el médico, su estado de salud es inmejorable.
- ¡Así cualquiera! -se oyó una voz malintencionada en el grupo de personas que rodeaban al municipal – con los cuidados de la viuda todo es más fácil...
- Pues… ¿Qué quieres que te diga? -terció un tercero- está claro que la viuda vivía conforme con esta situación. Tiempo tuvo en tantos años de comunicarle que la guerra civil había terminado; si no lo hizo es porque se sentía complacida con su presencia. Ahora bien, los motivos que la indujeron a hacer esto, no los sabemos, y creo que nunca lo sabremos. La maledicencia es un vicio muy arraigado en la gente que actúa muchas veces bien por envidia o porque no tienen otra cosa que hacer.
- La viuda tenía poderosas razones para obrar así. La soledad es muy dura.
- Comentaba por lo bajo un señor que se incorporaba al grupo.
- ¡Desvergonzado! -le cortó una señora recatada y enlutada de comunión diaria- Ha sido un milagro del Señor que no abandona a aquellos que creen en él y viven bajo el temor de Dios.
Sea lo que fuere, Don Facundo era muy querido y recordado en el pueblo, porque se entregaba en cuerpo y alma a su labor pastoral, y ayudaba a la gente más necesitada según sus escasos medios se lo permitían. Después de haber sido encontrado, gracias a la denuncia efectuada por una vecina, que comentaba haber oído ruidos extraños por la noche en casa de Dª Amparo, y que por decencia se vio en la necesidad de denunciarla. La maledicencia de la gente se desbordaba entre dimes y diretes, al comentar, que todo era debido a la venganza de una de ellas, que por despecho y envidia, había denunciado aquel hecho como una lujuriosa unión insoportable para la decencia, el decoro, y las buenas costumbres. La enemistad entre ambas damas era conocida en el pueblo desde siempre, pues una era la presidenta de la Hermandad "Hijas de María", y la otra, de la Hermandad del "Corazón de Jesús": su rivalidad era notoria por querer mandar una más que otra en los asuntos parroquiales.
Las primeras palabras atropelladas de Don Facundo -al ser descubierto- fueron que él no había hecho nada y que él era hijo de padres de izquierdas.
- ¡Por favor, no me fusiléis! Decía con palabras atropelladas y el rostro desencajado por el miedo, a la pareja de la guardia civil que lo liberaron e intentaban por todos los medios conducirlo al cuartelillo.
- ¡Solo soy un sacerdote que no ha hecho mal a nadie! ¡Soy de familia republicana!
- No tema, Don Facundo, que no le vamos a hacer ningún daño; la guerra ha terminado. Tendrá que acompañarnos al cuartelillo donde el cabo le tomará declaración.
Aquellas palabras de la pareja fueron insuficientes para tranquilizar el ánimo perturbado de nuestro hombre. Su brillante oratoria, otrora ejercida en el púlpito, había quedado sepultada entre aquellas cuatro paredes. Aquel hombre no se parecía en nada a Don Facundo, un brillante orador que enalte los sentimientos y el fervor religioso de sus parroquianos gracias a la elocuencia de sus sermones, -merced a ello, y al control férreo que ejercitaba en el confesionario- mantenía la decencia, el decoro y la conservación de las buenas costumbres entre sus feligreses.
Tanto el alcalde como el consistorio, tuvieron que emplear los métodos más expeditivos, para convencer a Don Facundo, que la guerra civil había terminado y que felizmente se encontraba en la España de la liberación. Pese a ello, seguía erre que erre manifestando que él era un buen hombre que no había hecho mal a nadie.
En una entrevista realizada en Radio Juventud de Almería, Don Facundo declaraba:
- Mi integridad física corre peligro, porque nunca se sabe qué puede pasar en un futuro inmediato; estamos en manos de Dios y su Providencia. Yo no tengo vocación de mártir ni de héroe, solo pretendo ser un buen sacerdote y un buen cristiano.
- Me parece muy bien- le respondió la locutora- Y dígame Don Facundo, ¿cómo se alimentaba dentro de la orza en la que fue hallado?
- Mire, Señorita, gracias al cerdo, y a los cuidados de la viuda.
- ¿Al cerdo? Le preguntó la locutora un poco sorprendida por la respuesta. No comprendo…
- Sí, -le interrumpió D. Facundo- gracias a los chorizos y morcillas de la matanza del cerdo que Dª Amparo guardaba religiosamente en la bodega, pude sobrevivir...¡Bueno…, eso, y el excelente mosto que Don Ramón había vendimiado y guardado celosamente en su bodega antes de morir en el frente nacional!
- ¡Es sorprendente! ¡Casi no me lo puedo creer! Su aspecto físico es inmejorable, y los análisis médicos así lo confirman.
- Pero, dígame Don Facundo, ¿Cómo controlaba la tensión, el colesterol y los triglicéridos, encerrado en la bodega sin practicar algún ejercicio físico?
Sorprendido por la pregunta, el sacerdote no dudó ni un instante, y su respuesta no se hizo esperar:
- Mire, Señorita, las tortugas no hacen ejercicio físico y sin embargo viven más de 100 años.
Su brillante respuesta dejó sin palabras a la locutora.
A fuer de ser sinceros, nadie diría que aquel hombre tenía 57 años, aparentaba muchos menos; y que había permanecido 26 años encerrado en una orza. Las malas lenguas del pueblo comentaban que ello era debido a los "cuidados de la viuda", no a la matanza y el vino mosto; aunque ésta, seguía afirmando, que lo había hecho por salvar la religión del pueblo de las hordas comunistas, y que su sacrificio por fin tenía una recompensa y un final feliz.
Sea como fuere, Don Facundo se encontraba actualmente, internado en una clínica de Almería, en observación médica. La Corporación Municipal en pleno le ha visitado, para ofrecerle un ramo de flores y una condecoración por la valentía mostrada frente al contubernio comunista. Por mucho que se esforzaban, tanto los médicos como sus paisanos en demostrarle que la guerra civil había terminado, Don Facundo Prudencio, -haciendo honor a su primer apellido-, desconfiaba de todos, seguía temiendo que lo iban a fusilar y gritaba una y otra vez, para quien quisiera escucharle: "¡Yo solo temo a Dios!"
NB: Realidad y ficción siempre van unidas. Algunas veces, ésta última supera a la primera.
lunes, 11 de julio de 2022
La mesa de los jamones
Dice un dicho popular que "con una misa y un marrano hay para todo el año". Con toda seguridad un remedio utilitario, cuya eficacia ha sido comprobada a lo largo de generaciones en tiempos de escasez que ha hecho de la necesidad virtud para tiempos de hambruna -que de todo hay-. Por algo, un santo venerado en nuestro pueblo es San Antonio Abad y su marrano: no sabemos quién de los dos más apreciado por los creyentes, (que me perdone San Antón), el uno por sus milagros, el otro por su eficacia para apaciguar el hambre y la escasez. Al final siempre lo paga el cerdo. Aunque, dicho esto, me cuesta creer que se pueda rezar con fervor con el estómago vacío, y mucho menos trabajar la tierra. En mis años de monaguillo, durante la misa matutina, contestaba en latín pensando más en el Cola Cao y la mantequilla de tres colores del desayuno, que en aquellos rezos en latín ininteligibles para mi corta edad.
Siguiendo la tradición familiar, aquel año mi padre mató un cerdo, para proveer a la familia del sustento necesario durante el invierno. La matanza del cerdo, era un rito tradicional a la vez que una fiesta en todos los hogares del pueblo, que nuestros antepasados supieron transmitirnos, con esmero y eficacia, para la correcta conservación de los alimentos, desde tiempos pretéritos; nuestra casa no era una excepción. Era un arte comprobar cómo la experiencia y la sabiduría popular aprovechaba todas las partes del cerdo, para elaborar una ingente cantidad de productos contra la caducidad y los avatares del paso del tiempo. Tanto el frío como la sal eran elementos necesarios para tal fin. Salados los cuatro jamones por mi padre, sobre una mesa auxiliar de comedor que raras veces utilizábamos, estaban a la espera de ser colgados para su curación, en una habitación aireada que utilizábamos como despensa por disponer de una ventana orientada directamente a la cara oeste de Sierra Nevada.
Serían los primeros días de febrero, cuando una tormenta de lluvia y viento huracanado, azota mi pueblo. Recuerdo con temor y respeto esa noche. Nunca olvidaré los hechos sufridos por mis padres y hermanos, aquella noche cerrada de invierno, en la que experimentamos en nuestras propias carnes la fuerza y los efectos de una naturaleza embravecida y ajena a las preocupaciones humanas. El dios del viento, Eolo, desataba su brutalidad, con tal furia y fuerza ciega, que enojado, -vaya Usted a saber por qué- zarandeaba los tabiques, puertas, y ventanas de nuestra casa, que a duras penas resistían sus embates antes de ser arrancadas de sus goznes.
Dormíamos en la planta baja de la vivienda, y de repente, un ruido ensordecedor nos despertó de súbito: temblaban los tabiques y ventanas de la casa como si ésta estuviese edificada sobre arenas movedizas. A oscuras, sin luz, alumbrados por un farol con pavesa de aceite, que mi padre utilizaba en las noches de riego, nos levantamos de la cama para enfrentarnos a una fuerza que nos amenazaba pavorosamente. La ventana del cuerpo-luces, -ahora improvisada despensa- situada en la parte superior de la casa, chirriaba y resistía como podía ante las embestidas ciegas y racheadas de viento y el aguanieve, que la golpeaban con furor inmisericorde. A la vez, que una lluvia pertinaz percutía los cristales con un repiqueteo monótono, al resto de ventanas de la casa poniendo a prueba su resistencia.
Mientras nosotros luchábamos con un enemigo invisible, mi madre rezaba a Santa Bárbara y Santa Rita, junto a mis pequeños hermanos, con más temor que devoción. Un chasquido seco, seguido del ruido de unos cristales rotos, atrajo nuestra atención. La ventana del antiguo cuerpo-luces había sido arrancada de cuajo y proyectada contra la pared opuesta. El viento sin oposición, entraba en la habitación inflando y presionando las paredes, como si de un globo se tratara, con tanto empuje, que cabía la posibilidad que reventaran los tabiques. La fuerza del viento, empujaba la puerta de dos hojas que daba al comedor, con tanta presión, que ésta finalmente cedió ante su empuje abriéndose de par en par, proyectando la corriente de aire sobre la habitación, arrollando todo lo que encontraba a su paso. -¡La mesa, la mesa de los jamones! -gritaba mi padre- a la vez que empujaba la mesa pesada contra las dos hojas de la puerta, sin conseguirlo, e impedir con su peso que éstas se abrieran. Mientras él contenía las hojas cerradas de la puerta, mis hermanos y yo empujamos la mesa de los jamones, con todas nuestras fuerzas, hasta acercarla a la puerta impidiendo su apertura. Ya casi lo habíamos conseguido, cuando una ráfaga inesperada de viento, más fuerte aún que las anteriores, deslizó la mesa sobre la superficie del suelo del comedor como si de una pista de hielo se tratara, desbaratando nuestros esfuerzos. ¡Vuelta a empezar! Después de varios intentos, finalmente lo conseguimos, no sin antes apuntalar la mesa con el sofá y la máquina de coser.
Al día siguiente, el pueblo amaneció devastado a causa del vendaval y los daños fueron cuantiosos por doquier. Ni una sola chimenea quedó en pie: cables del tendido eléctrico, tejas, y macetas, no se libraron de la fuerza de la naturaleza. El lamento unánime de la gente se manifestaba en un solo clamor. El alcalde, junto al consistorio, declaraba el pueblo y su comarca zona catastrófica, a la espera de recibir las ayudas oportunas que la ley establecía para estos casos.
Los daños no solo afectaron al casco urbano, sino también al campo y su comarca. Numerosos tendidos eléctricos, muros, balates y caminos, quedaron impracticables o deteriorados a causa de la fuerza de los elementos. El río se desbordó y los campos adyacentes se anegaron de agua y barro.
Pese a la situación catastrófica, la parroquia celebró un solemne acto religioso de rogativas y rezos, oficiado en la Iglesia parroquial por el titular, con la asistencia del Sr. Alcalde y la Corporación municipal en pleno. La gente rezó a Dios y a sus Santos Patronos con fervor religioso, por haber librado al pueblo de males mayores.
Todo aquello nos parecía muy bien. Aunque tanto mi padre como yo, nos sentíamos héroes anónimos, orgullosos de nuestra hazaña, gracias a la cual, habíamos salvado nuestra casa. Mi madre, de profunda fe religiosa, consideró aquel hecho como un milagro de Santa Bárbara y Santa Rita. Mi padre, más profano, sonreía y asentía con la cabeza, disipando las dudas que le asaltaban... a la vez que mantenía su mirada cómplice, en un tácito pacto que ambos habíamos establecido.
Con las primeras luces, el pueblo despertaba de su traumática experiencia, con un hecho que fue muy comentado por aquel entonces: la cabina del cine de verano acabó destruida por los suelos y el proyector inservible. Algunos mal pensados, decían que había sido "castigo de Dios", porque la última película proyectada en el cine parroquial, fue "El último cuplé" de Sara Montiel.
miércoles, 22 de junio de 2022
La Mimesis