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miércoles, 13 de julio de 2022

"Y en las mismas mil pesetas..."

 



     Hoy es día de mercado, -solía decir nuestro padre en casa- cuando los días cinco y veinte de cada mes aparecían puntuales en el calendario. El pueblo transformaba su aspecto tranquilo y rutinario por la eclosión de transeúntes y mercancías, que afloran por doquier, ante los ojos asombrados de un niño de los años 50: una manifestación  de abundancia en tiempos de escasez, y un homenaje a la opulencia y la copiosidad. Aquel evento era un acontecimiento multitudinario, extraordinario y festivo, que el pueblo celebraba con júbilo, dando la bienvenida a todos aquellos visitantes que venían de toda la comarca para vender sus productos autóctonos: comerciantes, agricultores, carpinteros, ceramistas, zapateros, carniceros, mercantes, afiladores, charlatanes, traperos y rapsodas; todos llegaban con la ilusión de ganar unas pesetas para seguir viviendo, todos pugnaban por convencer a los asiduos compradores locales, foráneos, cortijeros, o simplemente mirones, de la excepcional calidad de sus productos agrícolas, frutas diversas, hortalizas frescas y toda clase de productos elaborados de la huerta, la ganadería, y la apicultura. Mucho o poco -según se mire- para gentes acostumbradas a vivir el día a día y a soportar las penurias propias de una posguerra de la que muy lentamente se salía. 

    Para un pueblo tranquilo de la Alpujarra almeriense, como era Abla, la actividad diaria se desarrollaba entre el campo y la escuela. En el pueblo prevalecían las voces y los sonidos que identifican su actividad con la monotonía inconfundible de la forja del yunque del herrero, las campanadas pausadas del reloj de la vieja torre de la iglesia, o el canto habitual de los niños de la escuela recitando las tablas de multiplicar, junto a la voz inconfundible de Don José, el maestro, cuya severidad era más aparente que real; (maestro de padres e hijos, su autoridad moral e intelectual era incuestionable. Debajo de su aparente ferocidad por imponer la disciplina, se escondía la humanidad de un hombre ejemplar que creía en el valor de los principios educativos y culturales del conocimiento). Cuando cometemos una falta de disciplina, o éramos incapaces de resolver un problema de cálculo matemático, Don José utilizaba el “Don Benito”, una regla de madera temida por todos los niños de la escuela (sobre todo cuando golpeaba en el filo de los dedos) haciendo válido el dicho que "la letra con sangre entra". Lo que más nos divertía de la escuela era cuando explicaba la historia de España, o cuando nos incitaba a salir a la pizarra para resolver un problema de cálculo o de sintaxis gramatical, premiando al alumno más capacitado. Lo que menos, el canto matinal de "El Cara al sol” o "El Prietas las filas", bajo la tutela de los cuadros de Franco y José Antonio. Algunos recordamos las quejas de Don José a nuestros padres, cuando comprobaba la dedicación de sus hijos en las tareas propias del campo, relegando los estudios y deberes de la escuela; observaba con impotencia como muchos niños privilegiados por una inteligencia natural, perdían la oportunidad de una buena formación por la pobreza de sus familias, la desigualdad de oportunidades, o ambas.

    Ya en el mercado, al ser de día, cuando el sol aún no había roto la oscuridad, comenzaban a llegar arrieros con rostros cansados y soñolientos después de haber pasado toda la noche arreando a sus monturas, para una vez llegados a su destino, aliviar a las bestias de sus pesados capazos, y ocupar el lugar más idóneo de la plaza para la exposición y venta de sus productos a los ojos de los curiosos e interesados visitantes. Un rito tradicional que se repetía dos veces al mes ante los  asombrados ojos de los niños que expectantes esperaban este acontecimiento.

   !Vamos niñas, hay naranjas precoces! -gritaba un vendedor de rostro cansino, llegado  de un lugar llamado Nacimiento- con sus productos recién recolectados  de las fértiles huertas a orillas del río que da nombre a su pueblo. Pirámides de montones de naranjas se alineaban en la plaza del pueblo sobre fardos extendidos en el suelo, contrastando su colorido con el ocre de la tierra y el polvo fino del suelo. Jumentos cansados por el esfuerzo y la distancia recorrida, atados a las rejas de las fachadas de las casas, junto a los aperos de transporte y rodeados por sus propios excrementos, rumiaban como pensativos su desdichada vida de esclavitud. Hombres de rostros curtidos por el sol cubiertos por boinas que un día fueron negras y hoy palidecen a la par que la piel de sus dueños quemadas por un sol abrasador. Manos encallecidas, agrietadas y huesudas, que lo mismo aran la tierra que venden sus naranjas y limones a precio por docenas, o pesan con balanza romana unos kilos de tomates, cebollas o acelgas, a quienes se arrimen a su puesto. Pies desnudos y calzados con albarcas o esparteñas ceñidas en torno a la planta del pie. Mujeres vestidas con un sinfín de vestidos de colores en relación a su edad, con la cabeza cubierta por el luto como testimonio de la pérdida de un ser querido. Cestos vacíos para llenar y portar a casa con viandas, después de mil y un regate por el precio del producto siempre caro para unos y barato para otros. Mercado, un mundo por descubrir. Meta final donde el trabajo queda recompensado después de una larga espera de incertidumbre de éxito o fracaso en un corto intervalo de tiempo; la frustración del agricultor por mal vender sus productos por debajo del coste de producción, y tener que volver con la mercancía sin vender y destinarla para alimento de los animales, o el éxito de haber vendido sus productos a buen precio.  Nunca en tan poco espacio se concentraba tanto producto, fruto del esfuerzo y el tesón de gentes que se afanaban por ganarse la vida. Todo se jugaba en un instante, en un momento…, una mala operación o una decisión desacertada en el precio, podía  dar al traste con las ganancias de todo un año de trabajo.

     !Jureles, sardinas, pintarrojas frescas! gritaban los "pescaeros" del Paseo, desde su puesto abierto al público, más parecido a un tranvía averiado que a un puesto de mercado, elevando el tono de sus voces para convencer a los más indecisos a comprar. Un coro de voces de tonos graves y agudos, desafinados y polífónicos,  convocaba a los visitantes a comprar sus productos autóctonos por su calidad y artesanía, a la altura del más exigente gourmet, con palabras como: ¡Queso de cabra! ¡Hay miel de caldera! !Higos chumbos!.

    ¿Hay quién dé más? Sonaba la voz de un charlatán bajito y rechoncho, con un megáfono en su mano, tratando de atraer la atención del respetable, desde un camión con el portón trasero abierto a modo de escenario. !Y una manta más!,  añadía, manifestando a la vez en su rostro  el esfuerzo y la dificultad de una oferta imposible de rechazar por ser una ganga. Al mismo tiempo, la gente se arremolinaba en torno al camión atraída por la curiosidad, la fuerza de sus palabras, o los gestos y aspavientos del charlatán. Antes de que alguien pujara por la última oferta, aquel hombre volvía  sobre sus pasos a la vez que pronunciaba aquellas palabras mágicas de ¿Hay quién dé más?. A continuación entraba bajo el toldo para presentar, a su juicio, una descomunal oferta irrechazable para el público, el ajuar completo de una novia. Al ver que nadie pujaba ni levantaba la mano, volvía a introducir su oronda figura en el toldo del camión y aparecía ante todos con un traje de pana negra de caballero, por el mismo módico precio con el que empezó la subasta: ¿Hay quién dé más?. Aquel hombre era el charlatán del mercado. Hombres y mujeres, mayores y niños, nos quedábamos boquiabiertos tanto por la capacidad convincente de su verborrea, como por la cantidad de lotes en oferta, compuestos  de mantas, toallas, colchas, manteles y trajes de caballero, que aquél  hombre ofrecía a precio irrisorio, mientras pronunciaba las siguientes palabras: "Y en las mismas mil pesetas...esta manta de Palencia, más un juego de toallas, un pijama de caballero, una bata de señora, cuatro juegos de sábanas"...; (luego proseguía, viendo que nadie aceptaba la oferta, porque ya lo conocíamos y esperábamos que aumentase el lote) Efectivamente, así lo hacía: "Más una chaqueta de cheviot, para vestir, mas dos pares de calcetines...!" !Oh aquella chaqueta gris de pata de gallo, que se metía por los ojos!. Si a esto añadimos, el poder de la palabra por la retórica del charlatán y la mímica de sus gestos, entonces, tenemos todos los ingredientes para caer como incautos en el cepo del engaño. Las mantas no eran de Palencia, más bien abrigaban lo justo; y en cuanto a la chaqueta de cheviot, después de mojarse en un primer chaparrón inesperado, encogía de sisa y mangas.

    Gente. Mucha gente hablando de sus cuitas. Saliendo de sus silencios y su soledad… que el campo obliga. Socializando, compartiendo problemas, alegrías y tristezas. Debajo de un árbol frondoso del Paseo, el zapatero instalaba su pequeña silla, con un cojín de color indeterminado por el uso, para hacer más confortable su trabajo. Sebastián "El Catite" -se llamaba-, sin él, el mercado hubiera sido otra cosa distinta. Rodeado de neumáticos viejos de coche, y sin más herramientas que un yunque, cuchillo, martillo y grapas, transformaba con sus manos habilidosas aquellas gomas desgastadas por el uso de la carretera, en albarcas para calzar los pies de los que luego recorrerán los surcos de la tierra para la siembra, la siega o la trilla. Mis ojos de niño se abrían de par en par observando embelesado aquel acto creativo propio de un mago o un artista, que transformaba la materia vieja y amorfa en sandalias nuevas que a mi me parecían las más bonitas del mundo (¡”comerás recortes de Catite si no te aplicas en la escuela”! -me advertía mi padre- cuando las notas no eran de su agrado). ¡Aquel sí era un verdadero maestro, práctico y eficaz, no Don José el maestro, que en la escuela solo se limitaba a enseñarnos a leer, escribir  y calcular, sin producir nada!  Tardé un tiempo en comprender que mi padre tenía razón. 

    O "El Frasco", quien se afanaba por vender tapaderas de madera para cántaros, morteros, y cucharas de palo, a las amas de casa; cuando le preguntaban por el precio de sus tapaderas, tardaba un siglo en contestar a causa de su tartamudez, que llevaba  con mucha dignidad. 

    O "El Tío de las ollas", (así llamábamos al alfarero), aunque en su negocio se vendía toda clase de cacharros de barro, todo lo necesario para equipar la cocina y la mesa más exigente: fuentes, platos, tazas, cacerolas de barro, pucheros, ollas, cántaros; cerámica muy apreciada en la comarca por la calidad del barro cocido y la artesanía de sus adornos pintados a mano. 

   Pero no todo eran productos de alimentación o compraventa de objetos para el hogar, también se podía alimentar el morbo y la curiosidad escuchando a los rapsodas, recitar en verso los grandes crímenes y desengaños amorosos de la época que ponían los pelos de punta a los oyentes, previo pago de unas octavillas por el módico precio de unos céntimos de peseta. Crímenes horrendos, amoríos baldíos, celos, odios y envidias, que acaban unas veces bien y otras no tanto. "El Caso", periódico de sucesos de la época, no hubiera podido hacerlo mejor. 

    Hoy sigue habiendo mercado en Abla, porque la vida sigue; pero ya nada es igual. Ni mejor, ni peor. Distinto. El problema es que ha cambiado todo tan deprisa, que algunos nos resistimos a aceptarlo. Hoy, cerramos nuestros ojos y nos sumergimos en aquellos años de nuestra infancia donde la felicidad no estaba comprometida con la posesión del tener, sino del ser. Era muy poco lo que necesitábamos para ser felices. Sin saberlo, seguíamos el dicho del clásico “Que no es más feliz quien más tienen sino quien menos necesita”. Sirvan estas palabras, para refrescar la memoria nostálgica de un pasado, que para muchos fue parte de nuestra infancia. 



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