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viernes, 17 de junio de 2016

Aquella Escuela primaria





No todos los meses del año gozan de la misma simpatía para cada uno, cada cual empatiza con el mes según su conveniencia. Para mi, Junio era un mes agradable y simpático porque las vacaciones de verano ya estaban ahí, a tiro de piedra. En la escuela primaria de mi pueblo, despedíamos con aromas de jazmín y rosas el mes de María en el altar que hacíamos en la escuela, y nos disponíamos a preparar el cuerpo para los meses calurosos de verano. 
Mi maestro Don José Castillo, se afanaba por enseñarnos gramática y matemáticas sin olvidar la religión y la historia de España. Yo era un niño de pueblo al que  no le gustaba ni la gramática ni las matemáticas; lo mio era la historia, porque su contenido de héroes y batallas se adecuaban mejor al mundo imaginativo y creativo que  me había forjado de espadachines y pistoleros, gracias a las películas que cada semana visionábamos en el cine parroquial, sin olvidar la influencia que ejercía la naturaleza y el mundo animal por vivir en un pueblo rural. No solo era mi maestro, sino el maestro de nuestros padres y gozaba en el pueblo de una gran prestigio ganado por su dedicación y esfuerzo. Don José se tomaba muy en serio su papel de maestro escuela y su severidad era más aparente que real; debajo de esa lucha por imponer la disciplina se escondía la humanidad de un hombre que creía en el valor de los principios de la educación y del conocimiento. Cuando llegábamos tarde sin justificación, cometíamos una falta de disciplina o éramos incapaces de resolver un problema matemático o de geometría, usaba el Don Benito, una regla de madera temida por todos los niños de la escuela (sobre todo cuando cuando golpeaba en el filo de los dedos) haciendo válido el dicho que "la letra con sangre entra". Lo que más me gustaba de la escuela era cuando explicaba la historia sagrada con la lectura del libro "Hemos visto al Señor", o cuando nos incitaba a salir a la pizarra para resolver un problema de cálculo, premiando al alumno más capacitado. Lo que menos "El Cara al Sol" o "El Prieta las Filas" con los que iniciábamos todos los días la clase bajo la atenta mirada de los cuadros de Franco y José Antonio. Recuerdo que se lamentaba ante los padres  cuando veía que dedicaban a sus hijos en las tareas del campo, como guardar la cabra, o coger hierba para los conejos, o simplemente cualquier otra labor propia del mundo rural, relegando los estudios y deberes de la escuela. Don José observaba con impotencia como muchos niños privilegiados por una inteligencia  natural, perdían la oportunidad de una buena formación por la pobreza de sus familias, la desigualdad de oportunidades, o ambas. Su libreta azul donde apuntaba las notas de clase y a los niños que no asistían a misa de nueve, era algo que no se me olvidará jamás (eran otros tiempos). También he de mencionar la puntualidad espartana de Doña María, su esposa, cuando a cierta hora de la mañana le llevaba un tazón de sopas con leche como desayuno, que Don José daba buena cuenta ante la mirada cómplice de sus alumnos (siempre hay una gran mujer detrás de un gran hombre). 
Aunque yo no era uno de sus elegidos, lo recuerdo con cariño y le agradezco desde aquí todo lo que hizo por mi. Gracias a sus consejos pude iniciar mis estudios y ser lo que hoy soy. Una deuda que jamás será saldada.




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