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martes, 18 de noviembre de 2014

Lágrimas sobre clavijas





-Sí,  Abla, díganme
-...
-Ya no podemos poner conferencias. Es que van a instalar el automático.

Cristina Hernández Maqueda estaba más nerviosa y titubeante que nunca. Nunca se había azarado antes con clavijas, cables, números... Pero las doce y dos minutos del día 22 de noviembre de 1988 eran una hora, un minuto y una fecha especial. La pequeña sala de espera jamás registró un lleno como en esos momentos.
-¿Abla? ¿Ayuntamiento?
-...
-Ya no puedo pasarle. No. Es que ya no podemos aceptar conferencias. 
Titubeante, nerviosa y tal vez más guapa y adornada que otros días, Cristina vivía sus últimos minutos tras esos aparatos. Seis años de trabajo con sus voces, inquietudes, cortes, repeticiones, etc., iban a terminar. En un cajoncillo superior quedaba el registro de la última conferencia. Había sido puesta a las doce y dos minutos del mediodía. Llevaba el número 035566, una duración de tres  minutos (aunque solo hubiese sido uno, porque los saltos telefónicos cuentan de tres en tres) y costó 40 pesetas. María, su hermana, contemplaba el barullo creado con la llegada del personal de telefónica, curiosos y medios informativos que quisieron incorporarse en las últimas llamadas, ya no registradas contablemente.
"Llevamos con la Central seis años. Al principio, claro que no sabía manejar todo este lío, pero aprendí pronto porque esto no tiene secretos para nadie. No, cuando llegué no había tantos números. Han ido aumentando con los años." La conversación se corta con las palabras del alcalde al gobernador civil, mientras Cristina y María reflejan en su cara una nostalgia a la que sólo ellas sabrían poner sus imágenes. Un brillo especial iluminaba sus ojos. 
Y, de pronto, empezó a sonar una petardada en la calle. José Ramón Carmona Rodriguez, empalmador ("Bueno, pon vigilante de líneas y cables, que lo otro suena mal", -precisa entre pícaro y legal-). Estaba cortando las líneas viejas y cada corte expulsaba una pequeña cápsula, con estampidos  de las botellas de cava, que no contempló ninguno de los tres actos de inauguración. Pero todo revestía la tristeza de un adiós: El locutorio empotrado en un rincón, en cuyo techo había guías, cajas, paquetes... Un segundo locutorio empotrado en la pared trasparente de plástico, un banco de espera, y hasta el cartel pidiendo, por favor, la solicitud del justificante... Y en un rincón, casi olvidada por el bullicio en la pequeña casa de la calle José Antonio, Francisca Padilla, rompía a llorar. Era la encargada titular de la centralita y toda su vida (más de sesenta años) se desplomaba en esos momentos.



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