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domingo, 20 de abril de 2014

España, de procesión, tradición, y fe




"La tradición no es solo un homenaje al pasado, ni menos un diletante ejercicio de arqueología cultural: es la forma en que los pueblos se vinculan a las raíces de su memoria. La tradición es un pacto de la sociedad con su propia historia para buscar y extraer de ella unas señas de identidad definidas en costumbres y ritos simbólicos. Las grandes naciones blasonan de fidelidad a ese patrimonio inmaterial definido por los antepasados y expresado a través de reglas y de hábitos civiles, religiosos, estéticos o sociales. Las verdaderas tradiciones no son viejas sino clásicas porque las preserva del envejecimiento una continua actualidad que rescata la vigencia de su sentido alegórico." (I.Camacho, ABC)
España entera vive la Semana Santa como seña de identidad de sus gentes, aunque con sus peculiaridades identitarias. También mi pueblo se suma a esta tradición heredada de nuestros antepasados. El Viernes Santo era la meta final de toda una cuaresma. Digo bien, porque desde pequeño así lo veía, con independencia de lo que la liturgia establecía como la fiesta más importante del cristianismo: la vigilia pascual. Mi niñez no era ajena a aquella gran fiesta de Viernes Santo, aunque lo hubiera querido: Vivir  al pie de la torre tenía sus ventajas, pero también sus inconvenientes. Así se llamaba la calle donde crecí junto a mis padres, nominando lo que la geografía indicaba, antes que la política irrumpiera como elefante en una cacharrería, e impregnara de ideología partidista el nombre de las calles. Desde niño asociaba la importancia de la fiesta con la comida que se preparaba en casa; el Viernes Santo lo era. Los días de penuria, asociados a la escasez de alimentos y a la tristeza, tenían el  reverso alegre que producía la abundancia. El  pueblo era un hervidero de cofradías, entre olores mezclados de cera, incienso, flores, buñuelos, bacalao frito, natillas, arroz con leche y huevos a la nieve. De vez en cuando, el sonido grave, repetitivo de la Bocina, junto al de la tuba más agudo, nos recordaba la pasión y muerte del Señor. En mi ingenuidad pueril, nunca llegué a comprender por qué celebrábamos una fiesta el día que moría el Señor entre tantas torturas. Tampoco a quienes les preguntaba me sabían dar una respuesta satisfactoria que saciara mi curiosidad. Hoy sigo en esa duda existencial, aunque no tanto...
Fuera lo que fuera, también yo me entregaba a cooperar (desde mi modesta posición como monaguillo) a tan magno acontecimiento. Había que poner todo el empeño, y más, para la preparación de una semana que tenía tanto poder para mi, como la capacidad de interrumpir el colegio por un tiempo, y estar de vacaciones. Fue necesario aprender de memoria las respuestas en latín para poder ayudar a misa y las letanías del rosario,  entrenarse en el manejo de los toques de campana y estrenar sotana y roquete en las novenas de la Virgen de los Dolores, previas a la Semana Santa (Aquella posición me permitía ser un observador en un escenario privilegiado)
Al despuntar el día, el pueblo se disponía a iniciar un "vía crucis", una vez negado Jesús por Pedro hasta tres veces. Las estaciones de penitencia eran seguidas por la inmensa mayoría de fieles devotos, rememorando en la liturgia lo que posteriormente vivirían en la procesión. La reconciliación de las rencillas y los enfados, habían sido saldadas en un acto penitenciario celebrado en días anteriores. La religiosidad de la gente era sincera, no limitada a procesiones en el ámbito sociológico, sino también en el litúrgico y penitencial. Todos estaban invitados a tan magno acontecimiento y cada uno -según su conciencia religiosa- se implicaba  más o menos participaba trasversalmente, bien como penitentes, costaleros o simples espectadores.
A las diez de la mañana, el trono del Nazareno de túnica de terciopelo morado, salía de la iglesia con su pesada cruz, acompañado por su cofradía de morados, San Juán y una Virgen dolorosa bajo palio con manto negro bordado en oro. Es el Paso.
Apenas un par de horas para tomar un pequeño refrigerio, y ya estaban las cofradías procesionando al Cristo de la "Buena muerte" desde el templo parroquial. Era el Cristo Crucificado que aún vivo en la cruz reflejaba el dolor de un cuerpo pendido en un madero, con el rostro amoratado por la falta de oxígeno y la expresión de abandono del Padre. El encuentro con su madre, guiada por el discípulo amado tendría lugar en el Paseo -hoy llamado de San Segundo- a las tres en punto de la tarde. El redoblar de un tambor y el cambio de crespones negros en estandartes y banderas, anunciaban la muerte del crucificado, harto de soportar sufrimiento, dolor, abandono, soledad. Son las tres en punto de la tarde. El pesar, el luto y el abatimiento se cierne entre la población, expresado en la multitud con un silencio (solo roto por el ritmo de un toque de tambor). El dolor de la tragedia se reflejaba en el rostro de las imágenes, mientras trompetas y campanas enmudecían a la espera del sábado de gloria...



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