Aristóteles, en su Ética a Nicómaco nos comenta lo que él entiende como virtud: La virtud (moral) es... una disposición voluntaria adquirida, que consiste en un término medio en relación con nosotros mismos, definida por la razón y de conformidad con la conducta de un hombre consciente. Y ocupa el término medio entre dos extremos malos, el uno por exceso y el otro por defecto.» (Ética a Nicómaco., II, 6, 1107.)
Para Aristóteles el Bien Supremo es la actividad intelectiva o vida contemplativa, que es una vida conforme a la virtud. Ahora bien, no todo es actividad intelectiva en el hombre. En efecto, en el alma humana distingue Aristóteles dos partes: una dotada de razón y otra que carece de ella, esto es, una parte que realiza la actividad de pensar y otra que tiene la capacidad de obedecer a la primera.
De ahí que Aristóteles establezca una distinción entre virtudes intelectuales, propias del alma racional, y virtudes morales, propias del alma irracional.
Son virtudes intelectuales o dianoéticas: el entendimiento o razón intuitiva, la ciencia, la sabiduría, el arte, la prudencia, la discreción, el buen consejo, etc. Todas estas virtudes perfeccionan en el hombre sus potencias superiores. Son virtudes morales o éticas: la fortaleza, la templanza, la veracidad, la amabilidad, la justicia, etc. Estas virtudes ordenan conforme a la razón las potencias inferiores.
¿Qué entiende Aristóteles por virtud? La virtud es un hábito adquirido deliberada o voluntariamente, a partir de una capacidad o potencialidad inicial, y desarrollado mediante la enseñanza y el aprendizaje—en el caso de las virtudes intelectuales- y mediante el ejercicio y repetición de buenos actos, en el caso de las virtudes morales. Es evidente que la introducción de la libertad y el esfuerzo en la consideración de la virtud supone una superación del intelectualismo moral de Sócrates, para quien la ciencia conducía irremediablemente al buen obrar. Lo importante de este planteamiento es que se trata de un modo de ser o hábito; no de algo innato, sino de algo adquirido a fuerza de repeticiones de acciones guiadas por la razón de tal manera, que adquirimos las virtudes morales mediante el ejercicio y la práctica de las mismas. Es evidente la superación del intelectualismo socrático como el teoricismo platónico.
Por último, Aristóteles define la virtud moral como el medio entre dos extremos viciosos, uno por defecto y otro por exceso: por ejemplo, la valentía es el medio entre la temeridad o imprudencia y la cobardía; la modestia es el medio entre la timidez y el descaro. Pero, ¿cuál es el criterio para discernir lo que sea ese medio? En primer lugar, no se puede decidir con rigor matemático —la ética no es una ciencia exacta, dice Aristóteles—; el medio está un poco en relación con las características y condiciones de cada cual, la realizamos cada uno individualmente como tarea que nunca acaba y que perfecciona a la persona con sus debilidades y defectos, reflexionando en cada momento sobre la acción adecuada para esa ocasión y circunstancia. Finalmente admitir que el término medio no puede ser aplicado a acciones como le mentira el homicidio, la maldad. En último término, el criterio debe ser la recta razón, el medio que señalaría el juicio de un hombre razonable.
La conclusión de Aristóteles en su Ética es que si la felicidad es la actividad conforme a la virtud, la felicidad más alta lo será con relación a la virtud más perfecta, y la virtud más perfecta es la actividad del entendimiento, que tiene por objeto los objetos más altos, los de la metafísica, y los de la matemática.
Es evidente que Aristóteles incurre en el mismo error que la ética socrática. Ahora bien, ya no es suficiente para obrar solo la sabiduría de la razón, sino que introduce el concepto de “hábito”. (Confr. Intelectualismo moral).
Aristóteles hace un tratamiento del problema del hombre, en su doble dimensión ética y política, basado en una concepción del alma fundamentalmente distinta de la platónica.Ya hemos dicho en otras ocasiones que fue más empirista y mucho más reacio a introducir principios explicativos de la naturaleza que trascendiese a ésta. Al explicar el problema del movimiento veíamos como se dejaba translucir una concepción dinámica de la realidad en orden a la consecución de un fin que era su bien (carácter teleológico).
Pues bien, en esta dimensión de lo humano, no cambian las cosas. También existe una concepción dinámica de la naturaleza humana. Aristóteles entiende que la felicidad es el bien supremo; es decir, algo que se busca por sí mismo y que nunca es medio para fines más elevados. Pero la felicidad para este pensador griego de talante empirista, no consiste en un ideal trascendente y externo a la naturaleza, en algo anclado en un mundo lejano; tampoco cree que sea algo meramente subjetivo. Piensa que consiste sencillamente en la perfección o planificación de los seres, en la culminación de la tarea natural de desarrollo. Pero tal culminación, en el caso de los seres naturales, no ha de entenderse en Aristóteles como un “ergon” (obra) sino como una “energeia” (fuerza), es decir, como una “praxis” (comportamiento o modo de obrar) y concretamente en un determinado modo de ésta: la “eu—praxia” (buena conducta).
Aristóteles parece, parece por tanto, que reduce el bien trascendente Platónico a las Virtudes éticas. Pero continua vinculado a la tradición racionalista de sus maestros. Por ello, no desplaza aún de la ética las virtudes “dianoéticas” (racionales). Es más, en ellas parece asentar la planificación definitiva del hombre y la felicidad. Quiere esto decir, que para Aristóteles, la vida más plena y más elevada sigue estando en la “theoria”(contemplación). Quizá considerase el maestro esta vida del “theorein” como sobrehumana, propia del Acto puro que es “noesis noeseos” (pensamiento autosuficiente). Considerando las virtudes éticas como las autenticas formas del ser humano. Si fuese así, debió de reconocer la imposibilidad humana para ser totalmente feliz, porque el negar la trascendencia, donde se podría dar el transcendimiento humano como en el éxtasis platónico, la muerte natural se convertía en la confirmación de nuestra imperfección y de nuestra contingencia, en vez de ser su corrección. De cualquier manera parece claro que Aristóteles valoró muy seriamente la “theoria” y por eso precisamente colocó parte de la felicidad humana en la “phrónesis” (sabiduría práctica o saber obrar bien) , en ese saber controlar los impulsos y en ese saber afrontar los peligros que para él era algo distinto del conocimiento teórico.
Pero es que, incluso en este terreno de las virtudes éticas la razón es el principio rector del comportamiento sabio. Si en campo de la sabiduría práctica (virtudes éticas) hay algo felicidad, ello es en función de ese control racional tan gusto de sus maestros. Así que, Aristóteles, a pesar de la profundidad de su reacción ante Platón, continúa profundamente ligado a los principios filosófico—éticos de la filosofía griega precedente que había sido racionalista. La Razón es la que introduce la mesura y la ponderación en la conducta determinando las virtudes morales. Y con ello, el hombre empieza a ser feliz gracias a su esfuerzo y a su capacidad para controlar razonablemente sus energías psíquicas y sus fuerzas instintivas. Pero para acabar de serlo, la Razón habrá de continuar su camino sola trabajando no ya en la regulación de la conducta, sino en la contemplación teórica de la realidad. Algunos han querido ver aquí un intento por parte de Aristóteles de buscar la apertura de la ética a la trascendencia.
Yo, personalmente, creo que no se da. Será el pensamiento cristiano quien lo haga sobre la base de este sustrato ideológico. Lo cierto es que también los estoicos bebieron de esta fuente racionalista que empezó a manar con Heráclito. Pero no supieron hacerlo con mesura y asi llegaron a los ideales inhumanos de la “agkrateia” (dominio de si), de la “autarkeia” (independencia) y de la “apatheia” (insensibilidad). Pero Aristóteles sólo dijo que en la renuncia y en el control equilibrado de las pasiones había algo de felicidad. Muestra, al igual que Sócrates anteriormente, una actitud equilibrada que se manifiesta en los dos sentidos que el diccionario griego da del término “eupraxia”:
—Buena conducta acciones nobles, terminadas comportamiento perfecto.
—Buena suerte.
Parece como si Aristóteles quisiera decir que la autarquía, la independencia y la insensibilidad ante el turbulento mundo de nuestras pasiones, que nos hace tantas veces infelices, proporcionan cierta felicidad; pero que ésta no está solo en este dominio de sí y en ésta independencia. Conducirse perfectamente (eupraxia), exige, además de dominio de sí, buena suerte. Lo primero se consigue mediante el esfuerzo moral, por medio de las virtudes éticas; pero lo segundo, ya no depende de nosotros. Será el pensamiento cristiano el que saque consecuencias de esto, introduciendo el concepto de gracia como don divino.
Aristóteles distingue, por lo tanto, entre felicidad y virtudes éticas. Aquella, depende también de causas ajenas al esfuerzo personal. Con ello, está introduciendo un ingrediente de modestia y de humildad reconociendo la limitación humana, ingrediente que brilla por su ausencia en la moral estoica que identifica la virtud moral con la felicidad y, por ello, matiza tal virtud con ciertos ribetes de soberbia porque supone afirmar que el hombre, abandonado a sus solas fuerzas, a su esfuerzo personal, puede conseguir la perfección, la plenitud y la felicidad sin restricciones.
Aristóteles también distingue felicidad de placer. El placer y la virtud dan felicidad; pero no toda, porque ésta trasciende a ambos. Esta trascendencia a la que alude constantemente el término “eupraxia” indica, por lo tanto, que para Aristóteles hay un bien más alto que el placer y la virtud; es la “theoria”, la contemplación. Sin embargo, se trata de un bien inalcanzable para el hombre y ello impide su felicidad total.
El análisis de esta afirmación aristotélica es lo que ha llevado a algunos a buscar en Aristóteles la posibilidad de la trascendencia del alma sobre el cuerpo después de la muerte, es un tema muy oscuro y no creo que Aristóteles se manifestase nunca de modo contundente sobre él. Sin embargo es cierto que Aristóteles supone que solo se trabaja para reposar; que sólo nos movemos para alcanzar la inmovilidad; que el fin del movimiento, que está en la experiencia fundamental de su concepción dinámica de la naturaleza y del hombre, es su constante y progresiva autosupresión. Para Aristóteles es cierto e indudable que sólo buscamos para encontrar. Pero tal encuentro trasciende nuestras posibilidades puesto que tendría que darse en un tiempo perfecto que nos es imposible (eternidad) ya que somos realidades en el tiempo imperfecto, en la dialéctica trágica del pasado, del presente y del futuro. Por eso hemos dicho en otra ocasión que la muerte, que en Platón fue principio de la vida, solo es la confirmación de nuestra imperfección, nunca su corrección.
Ante esta situación, sólo quedan ya dos soluciones: o se trasciende desde la ética a la religión, reconociendo que la Filosofía y la Ciencia no están en condiciones de hacernos totalmente felices, o nos conformamos con el concepto de felicidad alumbrado por Aristóteles que es el más elevado sin alusiones a la trascendencia, pues la felicidad del que busca sin encontrar parece una fábula increíble. Por éso la ética cristiana va a optar claramente por el salto. Le será fácil interpretar la “theoria” como “visio et fruitio”, posibilitando la apertura de la ética a la religión. Y el cristianismo toma esta decisión porque hace intervenir a su voluntad, porque quiere que así sea, porque cree que la felicidad plena no puede consistir, como para el griego, en el simple descubrimiento del orden del Universo por medio del conocimiento contemplativo (sabiduría); porque ha tenido la experiencia del fracaso de los conocimientos científicos en orden a proporcionar la felicidad. Agustin de Hipona refleja perfectamente en su("intelligas ut credas)", para autotrascenderse desde la intimidad de su ser: “Noli foras ire; in te ipsum redi, quia in interiore hóminis habitat Veritas”. (No busques fuera lo que está en ti mismo, pues en el interior del hombre habita la verdad). Así es como procede: desde lo interior a lo Superior y desde la fe a la inteligencia de lo creído ("crede ut intelligas") este será el planteamiento del cristianismo primitivo hasta la llegada de Santo Tomás de Aquino.
Y a mí, efectivamente, me parece que no hay opciones nuevas que hacer. O se acepta la trascendencia para evitar el fracaso del proyecto humano o se acepta el fracaso por no creer en la trascendencia, porque la experiencia manifiesta que la muerte nos sorprende siempre buscando y aflorando. En este sentido, el existencialismo, que se decantó por el fracaso, resulta para mi el más consecuente y coherente de las formas del pensamiento acerca del hombre, una vez perdida la fe en la trascendencia. Y es que, definir al hombre como “pasión inutil” es lo único que queda sin una apertura de la ética hacia la trascendencia, sin una grantía de inmortalidad.
Por eso, el resto de las teorias modernas sobre el hombre: pragmatismos, hedonismos, naturalismos, marxismo, consumismo, “pasotismo”, no son consecuentes con los principios de que parten. Les falta el arrojo y la valentía de un Pirandello, de un Sartre, de un Camus, para sacar, con total coherencia, las últimas consecuencias de la “muerte de Dios” que anunció Nietzsche. Veamos.
Los modernos y contemporáneos, en la mayor parte de los casos, se han formado una concepción de la filosofía humana, del humanismo, completamente distinta a lo que veníamos desarrollando. Qué duda cabe que la clase de filosofía que se profesa, depende de la clase de persona que se es. Y el ambiente general del mundo contemporáneo es materialista. Por eso, negarán fundamentalmente la realidad del alma y eliminarán el problema y su posible inmortalidad. Naturalmente, al plantearse el problema ético de la conducta y de la felicidad, tendrán que montar una nueva filosofía en la que, al revés que para los griegos y los medievales, lo importante no es la “sophía” (Sabiduría) sino el “filo”(La tendencia). No es el lugar sino el camino, no es el fin sino el medio. Es decir, los modernos y contemporáneos, antes de poner en tela de juicio sus presupuestos materialistas, prefieren decir con Lessing que “es más feliz quien busca que quien encuentra”. Por eso abundan las teorías filosóficas, políticas etc. que se rotulan humanismos. Y está de moda hablar de humanismo y de derechos humanos, incluso para quienes, o sobre todo para quienes, por su deplorable conducta, perdieron los derechos que como seres humanos les correspondían. Y es que el hombre no dispone de un derecho incuestionable a casi nada, sus derechos se los gana a pulso en el respeto a sus deberes para con los derechos de los demás. Quien no ha aprendido a respetar, no tiene derecho a exigir que le respeten. Y digo esto porque a mí me suena la frase de Lessing a carta de permisividad, a santificación de la acción, independientemente de otras consideraciones aleatorias, como por ejemplo las consecuencias y los resultados. Sin embargo, tales licencias, el hombre sólo se las puede permitir otorgándose a sí mismo un permiso, pero nunca reclamando un derecho.
Así que veo razonable y coherente la postura de quienes declaran el absurdo de la existencia y del hombre por constatar la imposibilidad de encontrar lo que se busca o de alcanzar lo que se desea: (recuérdese al efecto la experiencia de nuestro Miguel de Unamuno con la inmortalidad); pero esto no es propiamente hablar de un humanismo porque es declarar al hombre como pasión inútil; más bien es la destrucción, de su nada, de su absurdez. Y tampoco es esto una confirmación de que sea más feliz el que busca que el que encuentra, sino su refutación más trágica y dramáticamente ostensible.
Pero quienes pretenden ofrecernos la felicidad, presentando un proyecto humanista basado en la licencia y en la santidad o inocencia de la acción independientemente de sus resultados, al negarse a aceptar como posible, lógica y coherente alguna forma de hipocresía, porque saben que en medio de la ansiedad, es imposible la felicidad plena, y en tal caso, lo que procede siguiendo las leyes de la lógica es reconocer el fracaso del hombre. Así que no veo razonable declarar el sentido de la existencia y al mismo tiempo la imposibilidad de un autotrascendimiento del hombre, alegando que es más feliz el que busca que el que encuentra lo buscado. Esto me parece que es jugar con las palabras para ver si se consigue que nadie entienda lo que se quiere decir.