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jueves, 19 de diciembre de 2024

Un molino en "Los Hernández"

 


Un molino en los Hernández

                                                                

                                               
                                                  Y esa nieve blanca que blanquea la sierra,
                                                  se convertirá en llanto y cubrirá su rostro ajado
                                                  en primavera; despojada de su manto tomará el camino
                                                  para mover la piedra del molino, que a la vera del río,
                                                  ocioso, sentado espera. Y colmar artesas de harina blanca
                                                  para hornear el pan de trigo.
                                                                                          Antonio G. Padilla


El valle por donde discurre el Río Nacimiento es de una belleza cautivadora. Situado entre Sierra Nevada y Sierra de Baza, es tierra de enlace y transición entre el valle del Zenete y el desierto de Tabernas, el mismo que gracias al "Western" se convierte en Nuevo México, Arizona, Texas o Colorado; tierra de Apaches o Sioux y del VII de Caballería. Tierra de vaqueros, pistoleros, gringos y mexicanos; de estaciones de ferrocarril de la Union Pacific Railroad Company, que sólo proyectan vida virtual gracias a la técnica del celuloide, donde  realidad y ficción, verdad y apariencia, son lo mismo. 

Tierra de promesas olvidadas, de esperanzas frustradas, de ilusiones rotas, unas veces por la adversidad de la naturaleza y otras por la desidia del hombre. De plantas arraigadas al suelo, adaptadas a las inclemencias del tiempo, tan fuertes y sufridas como los hombres y mujeres que habitan y trabajan esta tierra. El  esparto, la adelfa, la retama, la alcaparra, el tomillo y la jara, son entre otras, una muestra  de lo que decimos. Ser tierra de transición le permite tener un clima seco y soleado, a la vez que inestable y ventoso. 
El valle encajonado entre dos sierras, es un pasillo donde las nubes se mueven y pasan con tal celeridad, que apenas tienen tiempo para descargar su apreciado tesoro, pero cuando lo hace sobre todo en Sierra Nevada, almacena la nieve del invierno, que amamanta durante la primavera las tierras de olivos, almendros, y frutales de las tierras fértiles del valle. La vida queda pegada a la luz, la tierra, el color  y el olor, como la planta a la tierra de la que vive y se nutre, en simbiosis y armonía entre los opuestos. El río, harto de ser un aprendiz, seco y sin agua, se reivindica como río, con agua, sin rebelión demagógica o ruido de indignados. Es solo el grito del modesto en la naturaleza que lucha por el reconocimiento de su dignidad. Temperamental en las avenidas de otoño, mira con sana envidia a la Rambla de Los Santos -más pequeña que él- pero con la suerte de convertirse en andante cantarín en el deshielo de primavera, entre guijarros y meandros, sus aguas cristalinas siguen su curso adaptándose a la orografía del terreno, unas veces plano, otras inclinado. Su alocada carrera, tiene destino; su aparente libertad, está determinada, prefijada por la ribera que le conduce inexorablemente al mar. Su bravura de juventud, queda apaciguada, mitigada..., intuyendo su final en el Río Andarax.
En un recodo del río, antes de llegar al Puente de Las Juntas, donde confluye con la Rambla de Los Santos, en el margen derecho, nos encontramos con El Molino de Los Hernández. Situado en la ladera de la Acequia de los Caces, su caudal es el responsable de mover sus pesadas piedras.


Sentado junto  a la puerta semicircular del viejo molino, aguardamos la llegada de Antonio a quien todos llaman “El Moli”. Ese es nuestro protagonista, hombre de oficio ancestral, pues ha sido molinero desde siempre, siguiendo la senda marcada por abuelos, padres, tíos y hermanos. La tradición fluye en su sangre como el agua en las acequias.

De sonrisa amplia y mirada clara -ni opaca ni cansada, sino viva- Antonio nos recibe con la hospitalidad serena de quien ha hecho de estas piedras y engranajes su mundo. El molino, con su rumor de años, parece reconocer en él a su guardián perpetuo. Su expresión afable transmite la calma de la tierra y la firmeza de un hombre que ha crecido entre sacos de grano y harina, con el polvo blanco como huella inseparable en su piel. 

Está dispuesto a hablarnos, a abrirnos la memoria preservada en sus días, y a compartir, con la sabiduría sencilla de lo vivido, las costumbres, anécdotas y hábitos que han nutrido a generaciones  de molineros. Este es Antonio, el Moli: rostro de la tradición y voz del molino que nunca se detiene.


-¡Hola, Antonio! es un placer dialogar contigo sobre este hermoso lugar, que tanto ha significado para ti y para tu familia. Háblanos de tu molino.-


-¿Cuándo se construyó?-.


-Este molino, -responde Antonio, con un brillo de orgullo en sus ojos-, tiene una historia de alrededor de doscientos años. La fecha es aproximada, pues antes que nosotros ya pasaron por aquí otras familias de molineros. Sin embargo, la verdadera historia de este lugar para mí comienza con mi abuelo cuando lo tomó en arrendamiento.

Mi abuelo formó una familia numerosa; siete hijos nacieron bajo este techo, entre el rumor constante del agua y el crujir de las muelas. Fue con él, con mi padre y con mis tíos, que el molino empezó a labrar nuestro destino. Con el tiempo, los hermanos de mi padre fueron abandonando el oficio, marchando con sus familias a otros lugares en busca de un porvenir distinto, porque aquí no había pan suficiente para todos.

Fueron mis padres quienes, con esfuerzo y empeño, decidieron mantener el arrendamiento con los señoricos de los Lázaros, dueños legítimos de la propiedad. Así, poco a poco, sostenidos únicamente por la voluntad de mis padres, que se quedaron como arrendatarios únicos de este rincón que guarda no solo trabajo y fatiga, sino también la memoria viva de una estirpe de molineros.


-¿Podrías contarnos cuáles fueron tus primeros recuerdos en este hermoso lugar?


-Mis primeros recuerdos en este lugar se remontan a cuando tendría nueve o quizás once años -comienza Antonio, dejando que la memoria le ilumine el rostro-. A esa edad ya estábamos implicados todos en las faenas del molino. Mi hermano y yo, en particular, teníamos la responsabilidad de repartir la molienda con los burros a los clientes más cercanos.

A medida que crecíamos, mi padre nos iba encomendando tareas más duras  y serias. No se trataba solo de moler el trigo, sino también de distribuir lo molido a vecinos más alejados. recuerdo aquellos costales pesados: una fanega, cuatro cuartillas… unos treinta y cuatros kilos. No era un peso sencillo de dominar. en realidad, más que fuerza, hacía falta maña. Hubo que aprender la técnica. No consistía en alzar el saco a pulso, sino en darle movimiento con el cuerpo, un giro firme del hombro que acompañaba al costal hasta lograr colocarlo con destreza sobre el lomo de la cabalgadura, dejándolo después en forma transversal, bien equilibrado. Fue una lección de esfuerzo y de ingenio, de esas que no se olvidan porque  marcan el pulso mismo del oficio.


-¿Como era un día cualquiera de trabajo? 


-Un día cualquiera de trabajo en el molino dependía, ante todo, del agua -recuerda Antonio-, Eran veintiuna horas las que nos correspondían, las que concedían los regantes de Doña María, propietarios del agua de riego que descendía por la cimbra y daba  vida a los cauces. Durante ese tiempo, el agua corría sin descanso por la acequia, de día y de noche, y nosotros teníamos que aprovechar cada instante, sin perder un solo minuto, pues nuestra jornada estaba marcada por la corriente. En cuanto el agua llegaba, comenzaba el movimiento. Bastaba con que las piedras entraran en inercia, impulsadas por la fuerza líquida, para que ya no se detuvieran, girando con la cadencia ancestral que parecía no tener final.


Pero antes de que el trigo pudiera entregarse a las muelas, había que prepararlo con esmero. Primero se llevaba, liberándolo de polvo e impurezas, y luego se extendía en el sequero, donde debía secarse con paciencia bajo el aire templado. Solo entonces estaba listo para el trabajo del molino, para convertirse en harina y, después, en pan de cada día. Así era cualquier jornada: un compás regido por el agua, una coreografía de esfuerzo y tradición que convertía el rumor del cauce en música y las ruinas del grano en el alimento esencial de la vida.


-Sobre las cinco y media de la tarde- comienza Antonio, evocando con precisión la rutina-, el agua llegaba al molino. Era entonces el momento de llenar el cubo hasta los dos aliviaderos, rebosante y vivo. La fuerza del molino dependía de la presión que ejercía esa agua acumulada. Pero la que sobraba no se desperdiciaba: la aprovechamos para lavar el trigo, liberándose de sus impurezas antes de llevarlo al sequero, donde debía permanecer hasta alcanzar el punto de secado exacto. Después, sí, ya estaba listo para la molienda.


El trabajo, sin embargo, no terminaba allí. En el molino no trabajaba solo el agua. detrás de cada jornada se escondían incontables horas de preparación y dedicación silenciosa. Las piedras, aunque firmes y milenarias en apariencia, se desgastan con rapidez, mucho más de lo que uno podía imaginar. Había que picarlas cada cierto tiempo, mantenerlas vivas para que siguieran masticando el grano con eficacia.

No era una labor sencilla: había que levantar aquellas enormes ruedas de piedra con la ayuda de una cabria- dos medias lunas que nos permitían alzarlas– y montarlas sobre el banco del taller de tallar. Allí, pacientemente, con piquetas de acero en mano, se les devolvía la rugosidad precisa, golpe tras golpe, hasta que recuperaban la aspereza justa para morder el trigo y convertirlo, una vez más, en harina.


-Así era nuestro oficio: tan dependiente del agua como de la destreza de los hombres, un equilibrio entre la fuerza de la naturaleza y la mano cuidadosa del molinero-


-Y dime, Antonio,  ¿Cómo se  cobraba por vuestro trabajo? 


-Cobramos en especie -explica con serenidad- Un tanto por ciento de lo molido se quedaba en casa. Otras veces se cobraba en metálico, pero eso era lo de menos, porque aquí nunca sobraba dinero; lo importante era mantener el ciclo de vida que el molino nos ofrecía.


-¿Tiempo para aburrirse?.-


-¡Para nada! Alternábamos las largas jornadas del molino con las faenas del campo y el cuidado de los animales de carga, imprescindibles para repartir la  molienda entre los clientes. A ellos se sumaban los animales de corral: gallinas y conejos, que nos daban carne y huevos y una cabra, que nunca faltaba para la leche fresca de cada día. Todos se alimentaban de los productos que el propio molino generaba, cerrando un círculo perfecto entre el trabajo y la subsistencia.

Tampoco podemos olvidar las tierras de olivos que rodeaban al molino, fuente de aceite y sombra, y el pequeño huerto familiar, donde crecían las vituallas y hortalizas necesarias para completar nuestra alimentación. Todo se sostenía gracias al agua, ese regalo incesante que regaba los campos y daba fuerza a la cimbra manteniendo la vida en movimiento. Hoy, sin embargo -añade con un dejo de nostalgia-, ese ciclo pertenece al pasado.


-¡Antonio, es increíble!  Es una economía doméstica donde el mercado de abastos estaba de más para vosotros. Prácticamente lo teníais todo en casa-.


-Es cierto..., casi todo, responde Antonio con una sonrisa cálida-. En cuanto al aburrimiento, nada de eso. Alternábamos el trabajo monótono de la molienda con la música. Mi padre y mis tíos eran unos virtuosos con la guitarra y el laúd. En casa celebramos las fiestas con gran algarabía. El pasodoble y la canción española no podían faltar en nuestras veladas. La música y el baile cumplían una función extraordinaria de expansión y divertimento, muy necesario para amenizar aquellos años difíciles de la postguerra. Se trabajaba duro para salir adelante, la necesidad y la penuria reinaban por doquier, pero poco necesitaban para ser felices. 


Antonio se queda en silencio, reflexionando. Su rostro se ilumina conforme las palabras brotan de su boca, precipitadas y llenas de vida. Habla con la pasión y la fuerza del agua que mueve las piedras de su molino, haciendo vibrar sus recuerdos con intensidad.


-¡Muy bien, Antonio! Ha llegado el momento de despedirnos. 


La despedida es un instante cargado de gratitud y respeto. -Ha sido un verdadero placer conversar contigo, viajar juntos en el tiempo y revivir esos momentos que han significado tanto para ti y para tu familia.

Espero que tus palabras, llenas de memoria y vida, sirvan para que el gran público conozca y valore mejor el papel fundamental que los molinos cumplieron en épocas tan difíciles para nuestro país. Esa industria doméstica, humilde pero imprescindible, que sostiene la economía rural de nuestro pueblo y la identidad de muchas generaciones.-


Un sol radiante y un cielo azul, acompañan nuestro encuentro. El molino es testigo de nuestras palabras. Sus piedras, guardianas silenciosas del tiempo, permanecen bajo la bóveda blanca de sus paredes encaladas. El molino, espera el agua con nostalgia, con la sabiduría del que sabe, al igual que nosotros, que agua pasada no mueve molino.


                                                         Antonio González Padilla



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