Una parrilla orientada al sol que más calienta
Abla está asentada sobre una ladera mirando al sur-este. Los romanos, -sus fundadores- bien conocían la perfecta orientación que más convenía para establecer un microclima en invierno y en verano. Su estructura urbana está condicionada por la orografía del terreno, en un montículo que domina el valle de su entorno, con dos grandes calles paralelas (formando bancales) de este a oeste, cortadas por callejones perpendiculares de arriba a abajo o viceversa. Si las arterias son las calles del pueblo los callejones son sus venas. Estos serían sumideros naturales para la evacuación de las aguas de lluvia, a veces torrenciales, que desembocan en la rambla desde los castillos (nombre genérico de la parte alta del pueblo). Así nacieron de forma natural los callejones a los que ahora se les quiere rotular. Cumplen una función de articulación en el entramado urbano de comunicación, ventilación y refrigeración, creando corrientes de aire frío para aminorar los días calurosos del verano.
Nuestros ediles, mirando por el bien de nuestro pueblo, han recabado que los numerosos callejones necesitan tener un nombre y no se les ha ocurrido otra cosa que preguntar a la plebe qué nombre habría que ponerles. (por esto de que están de moda las consultas, por higiene democrática, o porque el pueblo siempre tiene razón). Vistas así las cosas, no les falta razón, y la consulta a mis paisanos, estoy seguro que cabe en las competencias del consistorio y no será rechazada por el Constitucional, (sabia decisión de los ediles que evitan tropezar en la misma piedra que otros ya hicieron). !Cuantos rótulos hubo que cambiar después de la liberación para que no quedase resto de república o de "rojos" en favor de los héroes de la contienda!; un gasto superfluo en tiempos de hambruna y con cartillas de racionamiento, que al régimen (maleducado) no consultó a los ciudadanos porque no tenía costumbre de hacerlo, y porque le importaba un higa lo que pensara la gente. De todos modos la consulta hubiera sido un fracaso, porque: ¿Qué más da el nombre de una calle con el estómago vacío? (pensaba la gente del pueblo).
Ya en la transición del 78, de la dictadura a la democracia, se volvieron a rotular las calles y plazas principales del pueblo, y se hizo apelando a la historia, a la tradición y la religión. Recuerdo que nadie levantó la voz ni para bien ni para mal, cosa que tenía su explicación, porque cuarenta años amodorran mucho el espíritu crítico. Por proponer que no quede. A falta de hombres ilustres o de políticos célebres, (a los que puede que luego sean imputados por tener una cuenta en Suiza, y tengamos que cambiar el nombre), propongo nombres geográficos como, "callejón del Chorrillo", "de la correntía", "del torrente", "aguas bravas", etc. Nombres alusivos a la "Madre Naturaleza". Con ello, conseguimos no tener que cambiar los rótulos por razones ideológicas, (con el ahorro consiguiente) y si hay que culpabilizar a alguien, que sea a la madre naturaleza común a todos los mortales. ¿Hay algún nombre más idóneo y pragmático que "El Callejón de los Muertos"? Su nombre no es debido a que todo el que viva en él se muera antes, sino porque era el más apropiado camino hacia el cementerio, cuando se transportaban los féretros a hombros. Hoy hasta eso ha cambiado: los llevan en coche y por carretera. !Por favor, que nadie le cambie el nombre a nuestros callejones!
Parvas y cigarras
La trilla parte la espiga,
al aire el bieldo voló,
se aventa en la era el trigo,
la haza, yerma, quedó.
Julio es el mes de la parva, el mes de las eras, el mes de la mies. La tierra cambia su vestido verde florido de mayo por el amarillo-ocre del estío. Campos dorados mecidos por el viento soñoliento del verano, espigas encorvadas en sus tallos por el peso de los granos, luchan frenéticas por alcanzar el sol y lucir su talle cimbreante. Es tiempo de siega, de recoger lo sembrado, de recolectar lo trabajado.
Al apuntar el día, cuadrillas de segadores con sombrero de paja, armados de hoces y dediles, se aprestan a cortar la mies lo más bajo posible, dejando el rastrojo a ras de tierra. Una brecha se abre en el mar dorado de las espigas granadas y gavillas de mieses apiladas entre surcos, aguardan ser transportadas por arrieros a la era. Las eras "El Cerrillo", "San Marcos", "Las Postreras" o "Las de Enmedio", se convierten en protagonistas obligadas de faena, de arrieros, haces, parvas, horcas, botijos y niños.
Reparadas por el deterioro del invierno, aguardan la llegada de los trillos con sus cuchillas afiladas, mordiendo la mies hasta doblegar su cerviz. Entre el canto de las cigarras, los chasquidos del látigo y el suave corte del trillo, pasa el día, no sin antes darle vueltas a la parva con la horca, una y otra vez, para que el corte sea uniforme. Después de rotar y rotar sin rumbo definido, a esperar el viento propicio de levante para aventar y separar el trigo de la paja con la horca, envasar y trasportar el grano al granero y la paja al pajar.
Otro año menos de hambre. Con el aceite en las tinajas, el trigo en el granero, y el cerdo en las porquerizas, las necesidades están cubiertas. Por eso la chiquillería muestra su alegría jugando al marro en la plaza entre botijos y algún que otro bocadillo de pan, aceite y azúcar, que sabe a gloria; conscientes, que aquella harina con que hacen el pan, quita hambres y llena bocas, fruto del sudor, trabajo, y constancia, de un pueblo y sus gentes, en briega perenne contra la adversidad, la escasez, y los imprevistos del campo, en armonía con su madre tierra. Aquellos eran otros tiempos..., sujetos a las horas del reloj de la iglesia, esperando en la puerta de la casa un nuevo amanecer para subir a la era, los jornaleros, dejan pasar el tiempo lentamente, sabiendo que lo que ocurra mañana ya ocurrió ayer.
La Siega
El sol despunta en mañanas ardientes,
donde brazos jornaleros humedecidos
por el sudor que corre por sus frentes,
se afanan en un mar de espigas salientes.
Son hoces movidas por hambruna creciente
al cambio de un salario mísero subsistente,
en cuadrillas famélicas de jornaleros nutridos
con gachas de maíz y agua en botijo ardiente.
Mar de espigas amarillas degolladas por la hoz
yacen hacinadas en islas dispersas,
en apaciguadas hazas después del degüello feroz.
Rastrojos silentes muestran la calva terrena,
que espera impaciente una vez rapada,
para ser fecundada de nuevo en la sementera.
La guerra de las almencinas
Si algo tienen de positivo las épocas de crisis, es que agudizan el ingenio y la creatividad de aquellos que las sufren. Los niños de los años cincuenta, no eran ajenos a la crisis que vivía la España de la postguerra. Las chuches y los caramelos, no eran una excepción a la escasez de alimentos, y no siempre se podían adquirir. Pero los niños de mi pueblo sabíamos cómo sustituir esta carencia. En otoño, pandillas de adolescentes comenzaban la peregrinación al campo, buscando el dulce fruto del almecino. Este es un árbol de clima mediterráneo, resistente al calor pero no al frío. Su fruto es la almecina de color verde, después amarilla y finalmente, cuando está madura, negra, muy dulce y agradable con un pequeño hueso. Apenas salíamos del colegio, andábamos grandes distancias para ocupar el territorio y tomar posesión de los almencinos, al grito de "lo hemos visto antes", y así ahuyentar a las pandillas rivales. Cuando veíamos alguno bien cargado de almecinas negras, trepábamos rápidamente hasta las copas, -desafiando el peligro de las alturas- para llenar nuestros bolsillos, y tener suficiente munición para empezar la guerra de los huesos mediante canutos de caña. Era un rito de lucha y guerra entre pandillas, compitiendo por ser mejores y ofrecer a las niñas los trofeos de nuestro esfuerzo. El tiempo en el pueblo se medía por los frutos del tiempo. La relación entre el pueblo y el campo enriquecía a ambos. Los niños, estábamos tan pendientes de los frutos, como el agricultor de sus cosechas. El conocimiento del territorio era esencial para que la operación llegase a buen puerto. Conocíamos donde estaban los guardas del campo, costumbres y horarios y por supuesto, los dueños. Porque no nos limitábamos a coger las almencinas, sino también toda clase de frutos de otoño -poco valorados- como los higos, seguíamos con las azofaifas, los chumbos, los membrillos, las zarzamoras y las majoletas. Había que tener cuidado y no confundir con los escaramujos o tapaculos, so pena de no poder cagar, como Dios manda. Nuestros principales enemigos eran las pandillas rivales y también los guardas del campo, cuya autoridad era paralela al temor que les teníamos. Entre nuestras conquistas estaba el despistarlos para tener las manos libres y coger los frutos prohibídos. Había normas entre nosotros, no escritas, pero que se respetaban escrupulosamente en un código que nadie se atrevía a transgredir. Conocíamos el campo y los pagos como la palma de la mano. Sabíamos donde cazar jilgueros (colorines), verderones y gorriones. Conocíamos las fuentes y manantiales dónde saciar la sed o refrescarnos durante el verano. Caminos, atajos y cuevas donde descansamos, lejos del control de nuestros padres, y donde podíamos hablar de todo lo que se nos ocurría. Ahora pienso que nuestra niñez fue maravillosa, en contacto con la naturaleza, los animales y los frutos del campo. El aprendizaje y la socialización en los grupos de pares, sirvió para adquirir una cantidad de valores emergentes, que en otro ambiente dudo hubiéramos podido aprender: La solidaridad, prodigalidad, amistad, altruismo, esfuerzo, sacrificio, paciencia, compromiso con los pactados, emulación, competitividad...
Cuando volvíamos al pueblo con los bolsillos repletos de almencinas, nos pavoneamos de ser los mejores, ante las chicas, antes de iniciar largas batallas tirándonos los huesos de las almencinas con los canutos de cañas. !Me río yo de la lucha de clases entre proletarios y burgueses! La que se armó en el cine de invierno mientras proyectaban una película de pistoleros, fue de órdago. Los del palco lateral, iniciamos una batalla campal contra los burgueses de butacas, llamándoles de todo menos bonicos, a la vez que les saeteamos con nuestros canutos con huesos de almencinas.
Ahora, cuando paseo por los campos de mi pueblo, en el otoño de mi vida, me surgen estos recuerdos de mi niñez. Cada árbol, camino, fuente o piedra, es un testigo silencioso y mudo, aparentemente. Porque bien que grita y habla un lenguaje, que solo puede ser escuchado con los oídos del corazón.
"La Faena de Abla"o la metamorfosis de un pueblo
UVA MARINERA
Velas de navíos desplegadas
en mar verdoso de altivos tallos,
que cobijas tesoros en tu fondo,
en racimos de uvas racimadas.
Nacidas aquí, mirando al otro lado,
a la espera de madurar y dar el salto,
como tesoro hallado en "El Dorado",
de tierras y mercados fundados.
"Uva de Barco", en la llanura preñada,
regada por heladas aguas de riachuelo
por pechos de sultana amamantada...
En la Nueva Tierra, la mejor bandera,
es llevar tu dulzura del terreno,
con vocación marinera, a la otra ladera.
Todo aquel que se siente abulense sabe muy bien a qué me refiero cuando utilizo el nombre de "la faena". Dicen los historiadores, que en la península ibérica podía pasar una ardilla de rama en rama, de árbol en árbol, desde el norte hasta el sur, sin tocar el suelo. España era un bosque inmenso poblado de todo tipo de árboles. Lo mismo sucedía en el campo de mi pueblo: un inmenso parral, una mancha verde de pámpanos, sarmientos y tallos, extendidos a lo largo y ancho de su vega como queriendo abrazar el sol y el aire. La mancha verde cubría cualquier trozo de tierra ocre y la tapaba a la vista del sol, para lucir entre todo su esplendor un bosque de parras, alineadas en estricta formación, alternando con puntales y madres el peso y la tirantez del parral. Era el parral. En su hondura umbrosa, se escondía el tesoro más apreciado de las familias abulenses. Allí, se juntaban ilusiones y trabajo, esperanzas y esfuerzos, frío y calor, alegrías y decepción. Era el centro de atención especial de cientos de familias, el cuidado, la dedicación y el esmero de tantos y tantos campesinos de mi pueblo, "la niña bonita" que atraía la atención de todos desde su aparición como brotes en el mes de marzo hasta su madurez en el mes de octubre. Su corona, "La Faena", como meta. Todo estaba preparado para este tiempo del otoño, donde se rendían cuentas. No siempre era agradecida. Se pueden contar los años con los dedos de la mano, en los que ayudó con prodigalidad a atajar las necesidades y las hambres de los abulenses. Siempre había una mala explicación para el mal fario de la cosecha. Cuando no era la muestra eran las heladas y hasta el tórrido calor del verano, el maldito mildiu, o los precios de risa de los compradores e intermediarios...Casi siempre perdía el agricultor. No conozco un fruto más delicado que la uva de mesa, ni que requiera tantos cuidados y tanta atención. Sus desgracias eran las nuestras, sus logros también. Entre tantas dificultades, hoy no queda una parra en pie; algunos pocos olivos, almendros y para de contar...Hoy nuestra agricultura ha perdido su identidad. El pueblo adormece de espaldas al campo, en un atardecer sombrío que le ha abocado hacia una noche oscura, cuyo amanecer no se vislumbra.
Desde el invierno, comienza su andadura con la poda, dejando en cada parra tres brazos con cuatro o cinco yemas. Cortando los sarmientos viejos y dejando los nuevos, futuros iniciadores de la nueva cosecha. Después de la poda, toda la familia se aprestaba a recoger los sarmientos muy necesarios y útiles para encender la chimenea, cocinar, calentar el hogar e incluso aviar el brasero de la mesa camilla. Cuando aparecen los primeros brotes, hay que sulfatar para eliminar la filoxera y mantener los troncos y ramas en buen estado. Entre tanto hay que regar las parras y pasados unos días, labrar con el arado tirado con un par de mulos o asnos, ya que en aquella época no existían los tractores y los pocos que había tenían dificultades para hacer una labor sorteando los puntales, las parras y las alambradas que cubrían el parral. Vuelta a empezar, cuando la muestra aparece hay que dar polen racismo tras racimo El polen es la espora masculina de las flores que el viento y los insectos se encargan de diseminar hasta colocarlo en el pistilo, parte femenina de la flor, y así provocar la polinización. Lo hacía toda la familia artificialmente para no dejar ningún cabo suelto a la naturaleza. Luego azufrar para exterminar el oídio del racimo, procurando hacerlo entre 18º y 35º, siempre de madrugada y sin un ápice de viento...
Así hasta llegar a la estación término... hasta el otoño, donde los racimos de uva de mesa variedad "barco" se prestaban a ser recolectados. La Faena. !Bendita faena! Síntesis de tanto trabajo y esmero; meta de esperanzas presentes y de sueños fallidos. Abla, nuestro pueblo, se acostaba cansada, monótona, aburrida, campesina...!De pronto, se despertaba tras un estallido de alegría, industriosa, arrogante, laboriosa y ruidosa! En cada casa, hogar o familia, en cada barrio, calle o plaza, el ajetreo de hombres, mujeres, niños y animales, anuncian "la faena". Multitud de mujeres se apilaban en el almacén, entre cientos de cajas, dispuestas a envasar la cantidad ingente de "Uva de "Barco" en platós, que previamente habían sido recolectadas y pesadas, en el mismo parral, para posteriormente ser exportadas a Europa y América. Arrieros con asnos, mulos y yeguas, sacaban a la vera de los caminos cajas de 25 kilos de uva, previamente cortadas por cuadrillas de cortadores con celeridad asombrosa. Había que darse prisa porque otro parralero esperaba impaciente "echar su uva", y los fríos del próximo invierno amenazaban con su presencia. Era el momento esperado durante un largo año. Allí, a pie de parra, se pesa previamente -acordando el precio- que siempre era mucho para el comprador y poco para el vendedor. A veces se vendía a ojo, sin pensar; con la duda de si se acierta, se gana o si se yerra, se pierde. En aquellos instantes se ventilaban muchas cosas, cuál de ellas más importantes para las familias: la deuda al tendero de todo un año (para tener crédito y seguir "fiando") las deudas de pan, ropa, así como los gastos de abonos y fertilizantes, y las trampillas de cada cuál. El dinero caía en una semana más que en todo el año como maná en el desierto. ¡Había que ver la cara de satisfacción de los abulenses después de un largo año de duro trabajo!
Entre fardos y garabatos
Es tiempo de recogida de la almendra. Esta se ha adelantado por la sequía; el fruto abierto de piel reseca está apunto de caer solo basta varearlo para que caiga como maná del cielo en fardos extendidos a los pies de los almendros. El ruido de las varas y garabatos en los almendrales intentando golpear las ramas y hacer caer las almendras, anuncia el despertar de las labores del campo ralentizadas el mes de agosto. Los campos se llenan de fardos extendidos para que no se pierda ni una almendra. En bancales, laderos, y secanos, se cosecha este precioso fruto, que luego hará las delicias del turrón de navidad. Las vacaciones se han terminado. Cambio de ciclo, de actividad, de trabajo; apenas hemos encerrado a la Virgen del Mar en su santuario después de pasearla por las calles de Almería, la gente se apresta a la recogida de la almendra, después vendrá la vendimia y luego la aceituna. Un ciclo interminable. Este año hay poca cosecha y el precio será como siempre; se oye que pagarán el kilo a 1,50 euros, porque hay poca cosecha.; cuando hay mucha, baja el precio. Nada nuevo. Así sucede todos los años, uno tras otro. En navidad subirá el turrón, como todos los años y el kilo de pepita valdrá 4 euros en el Corte Inglés de Granada, y siempre la misma excusa, que la almendra hay que importarla desde California. No solo hay que recogerla, luego hay que pelarla para que no se encienda, secarla y envasarla. Hecho esto, regatear para venderla a buen precio, ahora que pesa, y no esperar a que baje el precio o pierda peso; un dilema difícil de acertar.
El clima tampoco ayuda. La Alpujarra Almeriense es muy inestable en los meses de febrero y marzo. La variedad "valenciana" de floración temprana, no es rentable porque los fríos tardíos la hielan. Aquí son dos las variedades que mejor se dan "la Marcona" y "la Desmayo largueta", las que se distinguen por su época de floración más tardía, por su tolerancia a heladas y, especialmente, por su autocompatibilidad. Otro aspecto es la baja productividad debido fundamentalmente a tres causas, las heladas, la deficiente polinización y la sequía, unida frecuentemente a una nutrición deficiente, Por eso, "Belona" y "Soleta" son dos nuevas variedades de almendra que se distinguen por su calidad y que pueden ser una alternativa a las tradicionalmente cultivadas. La floración tardía tiene dos ventajas principales, la primera es que un retraso de la floración permite a los árboles escapar a la totalidad o a la mayoría de las heladas tardías y la segunda es que con ello la floración transcurre cuando las temperaturas son más benignas y, por lo tanto, más favorables para el proceso de la polinización y de la fecundación de las flores.
La terraza del cine de verano
Hoy, hurgando en los recuerdos de nuestra infancia, hemos de recordar los olores a jazmín de la Terraza del cine de verano de Abla. Junto a la vera del paseo se encuentra uno de los lugares mas bellos y entrañables de nuestro pueblo. Su entrada a ras del Paseo, inicia un largo pasillo en L que desciende entre jazmines hasta la explanada donde se encuentra la pantalla. El desnivel del terreno y el follaje de los árboles, crean un lugar arropado por las plantas, alejado del mundanal ruido del Paseo, para crear un clima de recogimiento y centrar toda la atención de los espectadores en aquello que se proyecta en la pantalla: muestra en su interior lo que sucede en el mundo de fuera, descubriendo en nosotros un mundo tan lejano a la vez que cercano. Al llegar el anochecer, su pantalla blanca entre jazmines, se llenaba de luz y sonido para descubrir los tesoros, que gracias a la técnica del celuloide, se mostraban en todo su esplendor a mis ojos inquisidores de aventuras, de mundos lejanos e imaginarios.
La puerta de madera tosca y fuerte, había que franquear para después lanzarse en carrera por una pendiente rodeada de jazmines y miles de flores blancas que porfiaban por mostrar la esencia de su fragancia. Aquel pasillo de sombras, olores y colores, la chiquillería lo pasábamos raudos y veloces para llegar a la explanada de tierra mojada y ocupar aquellas sillas de anea incómodas y viejas y contemplar una gran pantalla blanca rodeada de flores y plantas, y alguna que otra salamanquesa expectante. A cada lado, se ocultaban dos grandes altavoces, que anunciaban el comienzo del espectáculo con canciones de Rafael Farina y Antonio Molina.
Al fondo, se encontraba una pequeña edificación cuadrada, diametralmente opuesta a la pantalla con dos grandes ojos y una pequeña puerta lateral. !Parecía mentira, que aquella pequeña habitación, creará un mundo virtual que nos dejaba boquiabiertos! Cuando la sesión empezaba, milagrosamente haces de luz se proyectaban en la pantalla blanca, amorfa y vacía y la llenaban de vida, ritmo y movimiento. De pronto aparecía el telediario semanal o NO-DO, que magnificaba las excelencias, logros, y gestas del régimen, aunque lo que más interesaba a la chiquillería era la revista deportiva. Partidos del Real Madrid o Barcelona que habían sido jugados dos o tres meses antes.
La aparición del "Gordo y el Flaco", era un acontecimiento ritual que no podía faltar, recibida con algarabía y aplausos y admiración por los más jóvenes. Sus travesuras y aventuras se mantenían en el recuerdo semanal, hasta nueva sesión. Los personajes de Laurel y Hardy representaban a dos tipos a menudo muy tontos, eternamente optimistas, casi valientes en su perpetua inocencia. Su humor era físico, pero su tendencia a sufrir todo tipo de accidentes quedaba compensada por su gran amistad, sus tiernas personalidades y su devoción el uno por el otro. Eran dos niños adultos; un gordo y un flaco, cuya inocente forma de ver la vida les situaba siempre a merced de "furiosos propietarios, pomposos ciudadanos, policías airados, mujeres dominantes y jefes apopléticos".
Pasados los preámbulos, comenzaba la película, por lo general de "espadas" o del "oeste". La vida se paralizaba entre "indios y vaqueros," "espadachines y damas," acción y pasión, "amores y odios". De pronto se proyectaba en la pantalla una escena subida de tono y cuando la tensión se mascaba en el aire, la pantalla perdía la imagen en la negrura de la nada. No, no era una avería; era D. Juan el cura que velando por sus parroquianos, ponía la mano sobre el objetivo para que no se viera el beso que incitaba a las bajas pasiones, produciéndose a continuación gran cantidad de silbidos y abucheos. Nunca comprendimos esa tutela de la Iglesia por la moral y buenas costumbres, a no ser que se hiciese como ejercicio, que alimentaba nuestra imaginación desbordante de niños y mayores.
Ya teníamos nuestra fuente de inspiración para nuestros juegos semanales: todo se repetiría en la realidad, como la vida misma.
"Y en las mismas mil pesetas..."
Hoy es día de mercado, -solía recordar nuestro padre en casa- cuando los días cinco y veinte de cada mes llegaban puntuales en el calendario. El pueblo transformaba su aspecto tranquilo y rutinario por la eclosión de transeúntes y mercancías, que afloran por doquier, ante los ojos asombrados de un niño de los años 60: una manifestación de abundancia en tiempos de escasez, y un homenaje a la opulencia y la cornucopia. Aquel evento era un acontecimiento multitudinario, extraordinario y festivo, que el pueblo celebraba con júbilo, dando la bienvenida a todos aquellos visitantes que venían de toda la comarca para vender sus productos autóctonos: comerciantes, agricultores, carpinteros, ceramistas, zapateros, carniceros, mercantes, afiladores, charlatanes, traperos y rapsodas; todos llegaban con la ilusión de ganar unas pesetas para seguir viviendo; todos pugnaban por convencer a los asiduos compradores locales, foráneos, cortijeros, o simplemente mirones, de la excepcional calidad de sus productos agrícolas, frutas diversas, hortalizas frescas y toda clase de productos elaborados de la huerta, la ganadería, y la apicultura. Mucho o poco -según se mire- para gentes acostumbradas a vivir el día a día y a soportar las penurias propias de una posguerra de la que muy lentamente se salía a duras penas.
Para un pueblo tranquilo de la Alpujarra almeriense, como es Abla, la actividad diaria se desarrollaba entre el campo y la escuela. En el pueblo prevalecían las voces y los sonidos que identifican su actividad con la monotonía inconfundible de la forja del yunque del herrero, las campanadas pausadas del reloj de la vieja torre de la iglesia, o el canto habitual de los niños de la escuela recitando las tablas de multiplicar, junto a la voz inconfundible de Don José, el maestro, cuya severidad era más aparente que real; (un hombre íntegro. Maestro Escuela de padres e hijos, su autoridad moral e intelectual era incuestionable. Debajo de su aparente ferocidad por imponer la disciplina, se escondía la humanidad de un hombre ejemplar que creía en el valor de los principios educativos y culturales del conocimiento). Cuando cometiamos una falta de disciplina, o éramos incapaces de resolver un problema de cálculo matemático, Don José utilizaba el “Don Benito”, una regla de madera temida por todos los niños de la escuela (sobre todo cuando golpeaba en el filo de los dedos) haciendo válido el dicho que "la letra con sangre entra". Lo que más nos divertía de la escuela era cuando explicaba la historia de España, o cuando nos incitaba a salir a la pizarra para resolver un problema de cálculo o de sintaxis gramatical, premiando al alumno más capacitado. Lo que menos, el canto matinal de "El Cara al sol” o "El Prietas las filas", bajo la tutela de los cuadros de Franco y José Antonio. Algunos recordamos las quejas de Don José a nuestros padres, cuando comprobaba la dedicación de sus hijos en las tareas propias del campo, relegando los estudios y deberes de la escuela; observaba con impotencia como muchos niños privilegiados por una inteligencia natural, perdían la oportunidad de una buena formación por la pobreza de sus familias, la desigualdad de oportunidades, o ambas.
Ya en el mercado, al ser de día, cuando el sol aún no había roto la oscuridad, comenzaban a llegar arrieros con rostros cansados y soñolientos después de haber pasado toda la noche arreando a sus monturas, para una vez llegados a su destino, aliviar a las bestias de sus pesados capazos, y ocupar el lugar más idóneo de la plaza del pueblo para la exposición y venta de sus productos a los ojos de los curiosos e interesados visitantes. Un rito tradicional que se repetía dos veces al mes ante los asombrados ojos de los niños que aguardaban expectantes este acontecimiento.
!Vamos niñas, hay naranjas precoces! -gritaba un vendedor de rostro cansino, llegado de un pueblo llamado Nacimiento- con sus productos recién recolectados de las fértiles huertas a orillas del río que da nombre a su pueblo. Pirámides de montones de naranjas se alineaban en la plaza del pueblo sobre fardos extendidos en el suelo, contrastando su colorido con el ocre de la tierra y el polvo fino del suelo. Jumentos cansados por el esfuerzo y la distancia recorrida, atados a las rejas de las fachadas de las casas, junto a los aperos de transporte y rodeados por sus propios excrementos, rumiaban como pensativos su desdichada vida de trabajo. Hombres de rostros curtidos por el sol cubiertos por boinas que un día fueron negras y hoy palidecen a la par que la piel de sus dueños quemadas por un sol abrasador. Manos encallecidas, agrietadas y huesudas, que lo mismo aran la tierra que venden sus naranjas y limones a precio por docenas, o pesan con balanza romana unos kilos de tomates, cebollas o acelgas, a quienes se arrimen a su puesto. Pies desnudos y calzados con abarcas o esparteñas ceñidas en torno a la planta del pie. Mujeres vestidas con un sinfín de vestidos de colores en relación a su edad, con la cabeza cubierta por el luto como testimonio de la pérdida de un ser querido. Cestos vacíos para llenar y portar a casa con viandas, después de mil y un regate por el precio del producto siempre caro para unos y barato para otros. Mercado, un mundo por descubrir. Meta final donde el trabajo queda recompensado después de una larga espera de incertidumbre de éxito o fracaso en un corto intervalo de tiempo; la frustración del agricultor por mal vender sus productos por debajo del coste de producción, y tener que volver con la mercancía sin vender y destinarla para alimento de los animales, o el éxito de haber vendido sus productos a buen precio. Nunca en tan poco espacio se concentraba tanto producto, fruto del esfuerzo y el tesón de gentes que se afanaban por ganarse la vida. Todo se jugaba en un instante, en un momento…, una mala operación o una decisión desacertada en el precio, podía dar al traste con las ganancias de todo un año de trabajo.
!Jureles, sardinas, pintarrojas frescas! gritaban los "pescaeros" del Paseo, desde su puesto abierto al público, más parecido a un tranvía averiado que a un puesto de mercado, elevando el tono de sus voces para convencer a los más indecisos a comprar. Un coro de voces de tonos graves y agudos, desafinados y polífónicos, convocaba a los visitantes a comprar sus productos autóctonos por su calidad y artesanía, a la altura del más exigente gourmet, con palabras como: ¡Queso de cabra! ¡Hay miel de caldera! !Higos chumbos!.
¿Hay quién dé más? Sonaba la voz de un charlatán bajito y rechoncho, con un megáfono en su mano, tratando de atraer la atención del respetable, desde un camión con el portón trasero abierto a modo de escenario. !Y una manta más!, -añadía- manifestando a la vez en su rostro el esfuerzo y la dificultad de una oferta imposible de rechazar por ser una ganga. Al mismo tiempo, la gente se arremolinaba en torno al camión atraída por la curiosidad, la fuerza de sus palabras, o los gestos y aspavientos del charlatán. Antes de que alguien pujara por la última oferta, aquel hombre volvía sobre sus pasos a la vez que pronunciaba aquellas palabras mágicas de ¿Hay quién dé más?. A continuación entraba bajo el toldo para presentar, a su juicio, una descomunal oferta irrechazable para el público, el ajuar completo de una novia. Al ver que nadie pujaba ni levantaba la mano, volvía a introducir su oronda figura en el toldo del camión y aparecía ante todos con un traje de pana negra de caballero, por el mismo módico precio con el que empezó la subasta: ¿Hay quién dé más?. Aquel hombre era el charlatán del mercado. Hombres y mujeres, mayores y niños, nos quedámos boquiabiertos tanto por la capacidad convincente de su verborrea, como por la cantidad de lotes en oferta, compuestos de mantas, toallas, colchas, manteles y trajes de caballero, que aquél hombre ofrecía a precio irrisorio, mientras pronunciaba las siguientes palabras: "Y en las mismas mil pesetas...esta manta de Palencia, más un juego de toallas, un pijama de caballero, una bata de señora, cuatro juegos de sábanas"...; (luego proseguía, viendo que nadie aceptaba la oferta, porque ya lo conocíamos y esperábamos que aumentase el lote) Efectivamente, así lo hacía: "Más una chaqueta de cheviot, para vestir, mas dos pares de calcetines...!" !Oh aquella chaqueta gris de pata de gallo, que se metía por los ojos!. Si a esto añadimos, el poder de la palabra por la retórica del charlatán y la mímica de sus gestos, entonces, tenemos todos los ingredientes para caer como incautos en el cepo del engaño. Las mantas no eran de Palencia, más bien abrigaban lo justo; y en cuanto a la chaqueta de cheviot, después de mojarse en un primer chaparrón inesperado, encogía de sisa y mangas.
Gente. Mucha gente hablando de sus cuitas. Saliendo de sus silencios y su soledad… que el campo obliga. Socializando, compartiendo problemas, alegrías y tristezas. Debajo de un árbol frondoso del Paseo, el zapatero instalaba su pequeña silla, con un cojín de color indeterminado por el uso, para hacer más confortable su trabajo, y un tronco de madera entre sus piernas, Sebastián "El Catite" -así se llamaba-, sin él, el mercado hubiera sido otra cosa distinta. Rodeado de neumáticos viejos de coche, y sin más herramientas que un yunque, de madera, cuchillo, martillo y grapas, transformaba con sus manos habilidosas aquellas gomas desgastadas por el uso de la carretera, en abarcas para calzar los pies de los que luego recorrerán los surcos de la tierra para la siembra, la siega o la trilla. Mis ojos de niño se abrían de par en par observando embelesado aquel acto creativo propio de un mago o un artista, que transformaba la materia vieja y amorfa en sandalias nuevas que a mi me parecían las más bonitas del mundo (¡”comerás recortes de Catite si no te aplicas en la escuela”! -me advertía mi padre- cuando las notas no eran de su agrado). ¡Aquel sí que era un verdadero maestro, práctico y eficaz, muy distinto a Don José el maestro, que en la escuela solo se limitaba a enseñarnos a leer, escribir y calcular, sin producir nada! Mi mente de niño no estaba preparada para valorar el valor de la educación y del conocimiento. Tardé un tiempo en comprender que mi padre tenía razón.
O "El Frasco", quien se afanaba por vender tapaderas de madera para cántaros, morteros, y cucharas de palo, a las amas de casa; cuando le preguntaban por el precio de sus tapaderas, tardaba un siglo en contestar a causa de su tartamudez, que llevaba con mucha dignidad.
O "El Tío de las ollas", (así llamábamos al alfarero), aunque en su negocio se vendía toda clase de cacharros de barro, todo lo necesario para equipar la cocina y la mesa más exigente: fuentes, platos, tazas, cacerolas de barro, pucheros, ollas, cántaros; cerámica muy apreciada en la comarca por la calidad del barro cocido y la artesanía de sus adornos pintados a mano.
Pero no todo eran productos de alimentación o compraventa de objetos para el hogar, también se podía alimentar el morbo y la curiosidad escuchando a los rapsodas, recitar en verso los grandes crímenes y desengaños amorosos de la época que ponían los pelos de punta a los oyentes, previo pago de unas octavillas por el módico precio de unos céntimos de peseta. Crímenes horrendos, amoríos baldíos, celos, odios y envidias, que acaban unas veces bien y otras no tanto. "El Caso", periódico de sucesos de la época, no hubiera podido hacerlo mejor.
Hoy sigue habiendo mercado en Abla, porque la vida sigue; pero ya nada es igual. Ni mejor, ni peor. Distinto. El problema es que ha cambiado todo tan deprisa, que algunos nos resistimos a aceptarlo. Hoy, cerramos nuestros ojos y nos sumergimos en aquellos años de nuestra infancia donde la felicidad no estaba comprometida con la posesión del tener, sino del ser. Era muy poco lo que necesitábamos para ser felices. Sin saberlo, seguíamos el dicho del clásico “Que no es más feliz quien más tienen sino quien menos necesita”. Sirvan estas palabras, para refrescar la memoria nostálgica de un pasado, que para muchos fue parte de nuestra infancia.
Aquellos árboles del paseo de Abla
Aquellos árboles del Paseo tenían vida propia. Fueron testigos de los juegos de mi infancia y en el lento discurrir del tiempo, asistían impávidos acomodándose a todas las estaciones del año. Eran robustos, gigantescos y mudaban de traje y de color según la estación. Alineados en formación en dos hileras, hacían del paseo de mi pueblo un lugar tranquilo y apetecible tanto para niños como para mayores.
Allí sentí por primera vez la fuerza de la naturaleza, rugiendo en los días de tormenta,cuando el viento los sacudía como queriendo arrancarlos de sus propias raíces. Parecían gigantes salidos de las entrañas de la tierra. Ellos se agarraban al suelo desafiando a los elementos, permaneciendo erguidos, desafiantes y nunca perdiendo la compostura, eso sí, moviendo sus ramas como brazos de gigantes molestos, ahogando con su estruendo el suave tañer de la campana de la iglesia.
En las tardes de primavera y verano sus ramas se aquietaban y sus movimientos bruscos irregulares se convertían en un plácido movimiento, permitiendo el paso de la brisa suave que refrescaba las largas y calurosas tardes de verano. Un coro de trinos vespertinos hacían del paseo una caja acústica sin orden ni concierto, miles de pájaros se acomodan en sus ramas buscando un lugar donde pasar la noche después de una larga jornada de lucha por la subsistencia.
Por la mañana el Paseo se convertía en mercado y sitio de reunión de las mujeres convocadas por pescaderos y carniceros. A un lado de la arboleda se erigían dos construcciones rectangulares, parecidas a dos vagones de tren que servían como plaza de abastos. Sus múltiples ventanales abiertos al exterior servían como mostrador para que tanto carniceros como pescaderos ofrecieran su mercancía. Unos ganchos de hierro pendían en el centro de la nave como garfios que servían para colgar las reses ya degolladas y ofrecidas para su venta. En el centro de la nave se alineaban grandes troncos de madera inerte que servían para partir la carne.
Por la tarde el matadero se convertía en el lugar de encuentro de la chiquillería. Sus ganchos se convertían gracias a la imaginación, en trapecio de circo o gimnasio improvisado no exento de riesgo. Los múltiples trocitos de carne y pescado producto de su manipulación por los carniceros, atraían a miles de avispas y moscas que acudían para satisfacer su apetito. Los niños y las avispas nunca hicieron "buenas migas". La lucha entre estos dos bandos era a muerte. Sus picotazos lo pagaban caro a costa de su propia vida. Con un pequeño hilo de esparto seco, en cuyo extremo se ensartaba un trocito de carne, se ofrecía a las avispas con el grito de guerra:" chicha mota capirota". Aquellas ingenuas caían en la trampa, perdiendo el control de su defensa, afanadas en satisfacer su hambre, encontraban la muerte, bien mediante un zarpazo, o ahogadas dentro de un agujero lleno de agua, hecho en la tierra cubierto con un cristal transparente.
No acaba aquí la descripción de nuestro bello y querido Paseo. Por las tardes se convertía en campo de juego. Eran innumerables los enfrentamientos entre "los madridistas y los barcelonistas" dos bandos irreconciliables. Se jugaba en piso de tierra, los árboles eran postes improvisados de nuestros goles, y testigos mudos de nuestras disputas. No existía árbitro y lo de menos era quien ganaba. Lo importante era imitar a nuestros ídolos asumiendo su identidad, olvidando mientras tanto, las carencias y sinsabores de la vida diaria.
No le podía faltar a nuestro Paseo dos fuentes de agua, situadas a ambos extremos. El caño de agua transparente, hija fiel de su madre-sierra llamada "Nevada", risueña y complaciente en el horizonte blanco, plateada en el amanecer, resplandeciente al medio día y dorada al atardecer; servía para satisfacer la sed de niños y mayores y como abrevadero de animales, en un pilar de piedra tallada reino de avispas y sanguijuelas. Durante el día era un ir y venir con cántaros y botijos, con aguaderas hechas de esparto, distribuidas de dos en dos a ambos lados del aparejo del animal. Aquel caño de flujo constante de agua, era fuente inagotable de vida para las familias que habitaban Plaza y Castillos.
Fue allí donde muchos jóvenes probamos la cerveza fresca de Maximino, bajo aquellos árboles frondosos, y gustamos los helados en verano, y no solo en las fiestas de abril, cuando aparecía uno de los distintivos más representativos de las fiestas: "los helados ricos del Tío Juanico", junto a "Las Cunicas" y "La Mariana", turronera a donde las hubiere. Y fue allí también, donde parejas de adolescentes dejaban sus huellas de identidad inscritas en el tronco de un árbol, como testigo mudo, de promesas y deseos venideros, algunos de difícil cumplimiento.
!Cuánto te añoro Paseo de mi pueblo! !Ya no eres lo que fuiste para ser lo que nunca serás! !Eres sueño, quimera, añoranza e ilusión! !Déjame que te cante, añore y llore! Eres recuerdo imborrable de mi niñez, testigo callado de mi infancia. Recuerdo vivo, que no se desvanece en la lejanía de los tiempos, que aún pervive en mi corazón...
Árboles que lloran
Plátano de Oriente, árbol de dulzor amargo
testigo mudo de promesas
desechas por el tiempo,
hechas en momentos de deseo
por parejas.
Esculpidas en vuestro tronco
cómo heridas
de corazones rotos,
que lejos de cerrarse,
se agrandan con el tiempo
creciendo en vuestro tronco.
Cobijo de pájaros, cansados del acecho
posados en las alturas
seguros en el follaje
a resguardo de cazadores
furtivos.
!Árboles talados!
la memoria en vosotros
no es pasado: !la llevo conmigo!
Al menos vuestras lágrimas
en hojas que se caen
encuentran su destino;
yo, desorientado, sin tierra,
¡camino!
Fuente agria
"NADA ES MÁS SUAVE, Y AL MISMO TIEMPO, TAN FUERTE
COMO EL AGUA, QUE FLUYE FIRME Y LENTAMENTE, CON LA
SABIDURÍA DE TENER EL MISMO DESTINO DEL HOMBRE:
SEGUIR ADELANTE"
Anónimo
Hay muchas "fuente agrias" en la geografía española, pero ninguna como la de mi pueblo. Posiblemente no esté situada en ningún mapa acuífero, ni estudiada por sesudos geólogos de la universidad; seguramente no será muy conocida: solo es conocida por los abulenses, pero a ella le basta. Sabe que en su humildad y pequeñez, estriba su grandeza. No riega ningún pago, ni se escritura su agua. Es la hermana menor de todas las fuentes y cimbras de la comarca, aunque lozana y serrana. No tiene el caudal de Los Caces, ni el dominio de Olfatabla, la frescura de Las Peñuelas o El Morellón, pero sus aguas curativas- medicinales abren el apetito de los desganados. Tampoco su sabor es atrayente, La Fuente El Manzano sabe mejor, pero su fuerza está en sus efectos curativos y en el remedio de falta de apetito. Así lo entendían nuestros antepasados, aunque -a decir verdad- con las hambrunas de la posguerra, pocos necesitaban de su servicio.
Situada en las estribanías de Sierra Nevada, en la Alpujarra almeriense, al otro lado del río, marcando su territorio agreste y tupido de matorrales de monte bajo, entre un pequeño barranco que la cobija, encontramos nuestra Fuente Agria. Su agua ferruginosa y cristalina, discurre con lentitud, adaptándose a la superficie del terreno que la ha visto nacer; abriéndose paso entre líquenes y musgo que la decoran, entre el color ocre de la roca y el verde uniforme oscuro de sus arbustos. Su pequeño caudal intenta abrirse camino entre rocas, quebradizos, piedras verdosas impregnadas por el musgos y arenas sedientas de agua. Coqueta y presuntuosa, se siente el centro del pequeño oasis de verdor que gira en torno a ella, entre bruscas rocas y pequeñas cascadas, fruto de la erosión de la naturaleza. Ninguna roca se opone a su lento discurrir y si encuentra una como obstáculo, no se detiene, la contornea con sabiduría y sigue adelante con fuerza y suavidad. De ti aprendí que nuestra vida está llena de obstáculos para hacernos caminar cada vez con más firmeza, confiados y entregados a la existencia. Nace con ansias de aventura y conquista, de permanencia duradera; pero pronto su ilusión quedó frustrada y desaparece engullida por la arena, que siempre sedienta, la sepulta entre sus entrañas. Su aventura ha terminado. Después de su corta vida, vuelve a la tierra donde nació, una vez cumplida su misión, y ser canto, alegría y frescura de aves y mamíferos.
Hoy quedan lejanos aquellos días de mi niñez, pero mi recuerdo y agradecimiento será eterno para ésta "aprendiz de fuente", que tantos buenos momentos me deparó y sueños me acompañó. !Hoy te devuelvo con mi canto lo mucho que me diste, aunque mi deuda contigo nunca será saldada! !Va por ti!
Agua, amada agua
¡Oh, amada agua!
Vapor que acaricia mi alma sonriente,
guiñádome los ojos desde una nube alta!
Tu transparencia me crea sueños efímeros
diluidos entre mis manos;
y tu sonrisa... Rocío que humedece mi piel
como lágrimas de lluvia que recorren mi tez.
Eres lago sereno de mi rostro en placidez,
y otras veces, fuente que discurre
entre obstáculos imprevistos..., desde mi niñez.
Ayer torrente de pasión desbordada, hoy,
en la planicie quietud callada.
Tu presencia me evoca
Ríos de abrazos entrelazados,
entre cabellos finos de cascada.
Busco el ancho mar de mi amada
entre sus pechos y olas de vaguada.
Antonio González
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