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martes, 31 de diciembre de 2024
Un año más...
sábado, 28 de diciembre de 2024
La Navidad, tiempo de encuentro...
jueves, 26 de diciembre de 2024
Dimensión teológica del pecado en el A.T.
¿Cómo explicar la entrada del mal en el mundo?. Israel se vale para esto de su experiencia histórica y de ciertos mitos de su tiempo. El pecado entra en el mundo porque el hombre no ha sabido usar del bien de su libertad que Dios le ha dado. Así pues, el hombre pierde su amistad con Dios y como consecuencia de esto el orden y la armonía de la creación y del paraíso quedan rotos. Ahora bien, profundizando sobre esto, observamos que el pecado trae la alienación al hombre. Así en el paraíso, Dios pasa de ser Padre amoroso en contínuo diálogo con el hombre, a ser un Dios temor, un Dios lejano. Pero es más, el pecado ha alienado al hombre con respecto a a la creación: "Desde ahora por tí será maldita toda la tierra" ( Gn 3, 17 ). La explotación y la avaricia serán el denominador común a lo largo de la historia. La unión tan perfecta establecida por Dios entre el hombre y la mujer se convierte en un distanciamiento común, en un contemplarse desnudos, vacíos; la familia queda rota en sus pilares más fundamentales. El hermano odiará al hermano, este es el caso de Caín y Abel, crecerá la rivalidad en el seno familiar la cual transcendió a los diferentes pueblos, culturas y razas hasta llegar a no entenderse pues "hablaban diferentes lenguas" ( Gn 11,7 ) La Torre de Babel, es el signo del hombre impotente, pecador, que quiere quiere llegar a ser como Dios. Este es en definitiva el pecado del hombre: pecado de soberbia de querer ser como Dios, y al final se queda en la nada. La impotencia, el desengaño, la desilusión y sobre todo la frustración de la persona que ha roto la alianza con Dios y se encuentra frustrada en lo más íntimo de su ser.
martes, 24 de diciembre de 2024
¡Feliz Navidad, hombres de buena voluntad!
Te hablo de la Navidad. No de la Navidad de los alumbrados de la ciudad, ni la de los grandes almacenes que venden consumo. Tampoco de la Navidad de los regalos, o la de las grandes comilonas de marisco y champán; la del mantecado, turrón, o la lotería. No. Hablamos de esa Navidad que celebra la venida de Dios a la tierra en forma de hombre en Jesús de Nazaret en la pobreza y la humildad. Sí, ya sé que que hay muchos que no creen en Él, pero dejemos eso en manos de Dios. En la película de "Angeles y Demonios" basada en la novela de Dan Browwn, un personaje ateo le dice al Papa que él no cree en Dios, a lo que el Papa le responde: no te preocupes, porque Dios sí cree en en tí.
Créeme si te digo que yo lo he encontrado y no lo dejaré escapar. Mucho tiempo ha sido rescoldo en un rincón de mi corazón, pero finalmente ha prendido la llama por el soplo del Espíritu. Lo único que siento es no haberlo encontrado antes. Algunos me llamarán beato, extravagante, exagerado, cuando no loco. Lo asumo, pero solo pido respeto y comprensión, el mismo que yo tengo con los no creyentes y los agnósticos. Sí, proclamo mi experiencia religiosa y la alegría que siento de encontrarme con Él y sentirlo cerca de mí. Me da paz, serenidad, autoestima y me hace ser mejor persona.
¿Qué dónde lo he encontrado? Pues no. Te equivocas, si crees que lo he hallado en los libros, o en complicados ensayos de filosofía o teología. Lo he encontrado dentro de mí. “ No lo busques fuera en tu interior está la Verdad “ ( Noli foras ire in te ipsum redi, veritas est ) -nos dice San Agustín- Está en el prójimo, en ti y en mí. En nuestros hermanos los hombres. Está entre nosotros (Enmanuel), en la gente sencilla con la que convivimos diariamente. En la sonrisa de tus nietos, en la mirada de tu pareja amada, en el abrazo de un viejo amigo, en el olor a pan recién hecho, en el café de la mañana, en la lluvia y el olor a tierra mojada…
Pero sobre todo está, en la mano abierta del mendigo que pide a la puerta del supermercado, o en la mirada suplicante del enfermo desde una cama de hospital soportando el dolor a la espera del milagro, en la mujer embarazada que besa a su hijo antes de nacer..., y en tantos y tantos hombres y mujeres que sufren la violencia de la naturaleza, arrastrando consigo todo lo conseguido en una vida de trabajo, esfuerzo y sacrificio. Y en todos aquellos que carecen de paz a causa de la guerra, el maltrato personal, la soledad por la pérdida de un ser querido...
¿Solo está ahí? No. Dios está en la soledad del sagrario, en el silencio de la oración, en el Sacramento del perdón, en la liturgia dominical de la Palabra y la Eucaristía. Todos los días del año son Navidad, porque cada día, Él nace, te cuida, te piensa, te quiere, te perdona más de lo que tú imaginas. Él sí cree en ti. Crée tú también en Él ¡Feliz Navidad, hombres de buena voluntad!
jueves, 19 de diciembre de 2024
Presencia de MARÍA en las Sagradas Escrituras
Un molino en "Los Hernández"
Sentado junto a la puerta semicircular del viejo molino, aguardamos la llegada de Antonio a quien todos llaman “El Moli”. Ese es nuestro protagonista, hombre de oficio ancestral, pues ha sido molinero desde siempre, siguiendo la senda marcada por abuelos, padres, tíos y hermanos. La tradición fluye en su sangre como el agua en las acequias.
De sonrisa amplia y mirada clara -ni opaca ni cansada, sino viva- Antonio nos recibe con la hospitalidad serena de quien ha hecho de estas piedras y engranajes su mundo. El molino, con su rumor de años, parece reconocer en él a su guardián perpetuo. Su expresión afable transmite la calma de la tierra y la firmeza de un hombre que ha crecido entre sacos de grano y harina, con el polvo blanco como huella inseparable en su piel.
Está dispuesto a hablarnos, a abrirnos la memoria preservada en sus días, y a compartir, con la sabiduría sencilla de lo vivido, las costumbres, anécdotas y hábitos que han nutrido a generaciones de molineros. Este es Antonio, el Moli: rostro de la tradición y voz del molino que nunca se detiene.
-¡Hola, Antonio! es un placer dialogar contigo sobre este hermoso lugar, que tanto ha significado para ti y para tu familia. Háblanos de tu molino.-
-Este molino, -responde Antonio, con un brillo de orgullo en sus ojos-, tiene una historia de alrededor de doscientos años. La fecha es aproximada, pues antes que nosotros ya pasaron por aquí otras familias de molineros. Sin embargo, la verdadera historia de este lugar para mí comienza con mi abuelo cuando lo tomó en arrendamiento.
Mi abuelo formó una familia numerosa; siete hijos nacieron bajo este techo, entre el rumor constante del agua y el crujir de las muelas. Fue con él, con mi padre y con mis tíos, que el molino empezó a labrar nuestro destino. Con el tiempo, los hermanos de mi padre fueron abandonando el oficio, marchando con sus familias a otros lugares en busca de un porvenir distinto, porque aquí no había pan suficiente para todos.
Fueron mis padres quienes, con esfuerzo y empeño, decidieron mantener el arrendamiento con los señoricos de los Lázaros, dueños legítimos de la propiedad. Así, poco a poco, sostenidos únicamente por la voluntad de mis padres, que se quedaron como arrendatarios únicos de este rincón que guarda no solo trabajo y fatiga, sino también la memoria viva de una estirpe de molineros.
-¿Podrías contarnos cuáles fueron tus primeros recuerdos en este hermoso lugar?
-Mis primeros recuerdos en este lugar se remontan a cuando tendría nueve o quizás once años -comienza Antonio, dejando que la memoria le ilumine el rostro-. A esa edad ya estábamos implicados todos en las faenas del molino. Mi hermano y yo, en particular, teníamos la responsabilidad de repartir la molienda con los burros a los clientes más cercanos.
A medida que crecíamos, mi padre nos iba encomendando tareas más duras y serias. No se trataba solo de moler el trigo, sino también de distribuir lo molido a vecinos más alejados. recuerdo aquellos costales pesados: una fanega, cuatro cuartillas… unos treinta y cuatros kilos. No era un peso sencillo de dominar. en realidad, más que fuerza, hacía falta maña. Hubo que aprender la técnica. No consistía en alzar el saco a pulso, sino en darle movimiento con el cuerpo, un giro firme del hombro que acompañaba al costal hasta lograr colocarlo con destreza sobre el lomo de la cabalgadura, dejándolo después en forma transversal, bien equilibrado. Fue una lección de esfuerzo y de ingenio, de esas que no se olvidan porque marcan el pulso mismo del oficio.
-¿Como era un día cualquiera de trabajo?
-Un día cualquiera de trabajo en el molino dependía, ante todo, del agua -recuerda Antonio-, Eran veintiuna horas las que nos correspondían, las que concedían los regantes de Doña María, propietarios del agua de riego que descendía por la cimbra y daba vida a los cauces. Durante ese tiempo, el agua corría sin descanso por la acequia, de día y de noche, y nosotros teníamos que aprovechar cada instante, sin perder un solo minuto, pues nuestra jornada estaba marcada por la corriente. En cuanto el agua llegaba, comenzaba el movimiento. Bastaba con que las piedras entraran en inercia, impulsadas por la fuerza líquida, para que ya no se detuvieran, girando con la cadencia ancestral que parecía no tener final.
Pero antes de que el trigo pudiera entregarse a las muelas, había que prepararlo con esmero. Primero se llevaba, liberándolo de polvo e impurezas, y luego se extendía en el sequero, donde debía secarse con paciencia bajo el aire templado. Solo entonces estaba listo para el trabajo del molino, para convertirse en harina y, después, en pan de cada día. Así era cualquier jornada: un compás regido por el agua, una coreografía de esfuerzo y tradición que convertía el rumor del cauce en música y las ruinas del grano en el alimento esencial de la vida.
-Sobre las cinco y media de la tarde- comienza Antonio, evocando con precisión la rutina-, el agua llegaba al molino. Era entonces el momento de llenar el cubo hasta los dos aliviaderos, rebosante y vivo. La fuerza del molino dependía de la presión que ejercía esa agua acumulada. Pero la que sobraba no se desperdiciaba: la aprovechamos para lavar el trigo, liberándose de sus impurezas antes de llevarlo al sequero, donde debía permanecer hasta alcanzar el punto de secado exacto. Después, sí, ya estaba listo para la molienda.
El trabajo, sin embargo, no terminaba allí. En el molino no trabajaba solo el agua. detrás de cada jornada se escondían incontables horas de preparación y dedicación silenciosa. Las piedras, aunque firmes y milenarias en apariencia, se desgastan con rapidez, mucho más de lo que uno podía imaginar. Había que picarlas cada cierto tiempo, mantenerlas vivas para que siguieran masticando el grano con eficacia.
No era una labor sencilla: había que levantar aquellas enormes ruedas de piedra con la ayuda de una cabria- dos medias lunas que nos permitían alzarlas– y montarlas sobre el banco del taller de tallar. Allí, pacientemente, con piquetas de acero en mano, se les devolvía la rugosidad precisa, golpe tras golpe, hasta que recuperaban la aspereza justa para morder el trigo y convertirlo, una vez más, en harina.
-Así era nuestro oficio: tan dependiente del agua como de la destreza de los hombres, un equilibrio entre la fuerza de la naturaleza y la mano cuidadosa del molinero-
-Y dime, Antonio, ¿Cómo se cobraba por vuestro trabajo?
-Cobramos en especie -explica con serenidad- Un tanto por ciento de lo molido se quedaba en casa. Otras veces se cobraba en metálico, pero eso era lo de menos, porque aquí nunca sobraba dinero; lo importante era mantener el ciclo de vida que el molino nos ofrecía.
-¿Tiempo para aburrirse?.-
-¡Para nada! Alternábamos las largas jornadas del molino con las faenas del campo y el cuidado de los animales de carga, imprescindibles para repartir la molienda entre los clientes. A ellos se sumaban los animales de corral: gallinas y conejos, que nos daban carne y huevos y una cabra, que nunca faltaba para la leche fresca de cada día. Todos se alimentaban de los productos que el propio molino generaba, cerrando un círculo perfecto entre el trabajo y la subsistencia.
Tampoco podemos olvidar las tierras de olivos que rodeaban al molino, fuente de aceite y sombra, y el pequeño huerto familiar, donde crecían las vituallas y hortalizas necesarias para completar nuestra alimentación. Todo se sostenía gracias al agua, ese regalo incesante que regaba los campos y daba fuerza a la cimbra manteniendo la vida en movimiento. Hoy, sin embargo -añade con un dejo de nostalgia-, ese ciclo pertenece al pasado.
-¡Antonio, es increíble! Es una economía doméstica donde el mercado de abastos estaba de más para vosotros. Prácticamente lo teníais todo en casa-.
-Es cierto..., casi todo, responde Antonio con una sonrisa cálida-. En cuanto al aburrimiento, nada de eso. Alternábamos el trabajo monótono de la molienda con la música. Mi padre y mis tíos eran unos virtuosos con la guitarra y el laúd. En casa celebramos las fiestas con gran algarabía. El pasodoble y la canción española no podían faltar en nuestras veladas. La música y el baile cumplían una función extraordinaria de expansión y divertimento, muy necesario para amenizar aquellos años difíciles de la postguerra. Se trabajaba duro para salir adelante, la necesidad y la penuria reinaban por doquier, pero poco necesitaban para ser felices.
Antonio se queda en silencio, reflexionando. Su rostro se ilumina conforme las palabras brotan de su boca, precipitadas y llenas de vida. Habla con la pasión y la fuerza del agua que mueve las piedras de su molino, haciendo vibrar sus recuerdos con intensidad.
-¡Muy bien, Antonio! Ha llegado el momento de despedirnos.
La despedida es un instante cargado de gratitud y respeto. -Ha sido un verdadero placer conversar contigo, viajar juntos en el tiempo y revivir esos momentos que han significado tanto para ti y para tu familia.
Espero que tus palabras, llenas de memoria y vida, sirvan para que el gran público conozca y valore mejor el papel fundamental que los molinos cumplieron en épocas tan difíciles para nuestro país. Esa industria doméstica, humilde pero imprescindible, que sostiene la economía rural de nuestro pueblo y la identidad de muchas generaciones.-
Un sol radiante y un cielo azul, acompañan nuestro encuentro. El molino es testigo de nuestras palabras. Sus piedras, guardianas silenciosas del tiempo, permanecen bajo la bóveda blanca de sus paredes encaladas. El molino, espera el agua con nostalgia, con la sabiduría del que sabe, al igual que nosotros, que agua pasada no mueve molino.
sábado, 7 de diciembre de 2024
Recuerdos de un nostálgico: Libro ABLA
Mi pueblo se llama Abla,
Abla sin "h" de hablar.
Sus calles son escarpadas,
apuntando al cielo están.
Como espolón de navío
que encuentra en el albedrío
la palabra "libertad",
se yergue su figura altiva,
entre montañas nevadas,
entre setos y vaguadas,
entre bancales de olivo.
Su Iglesia, La Anunciación.
Su paseo, San Segundo.
Su plaza, Constitución.
Su ermita, Los Santos Mártires.
Un barrio, El de San Antón.
La Cruz de San Juan de entrada.
La calle Baja a sus pies.
La calle El agua chorreando.
Los Granadillos también,
con el Dorador, brillando.
El Ventorrillo bramando
entre vientos y huracanes.
Los Castillos coronando,
atalayas medievales.
La Real Alta emparrillando,
callejones cuesta arriba,
callejones cuesta abajo.
Uno es el "Pie de la Torre",
el otro, es el de San Marcos.
El más corto y pequeñito,
con "S" de abecedario.
Ancho amplio y con holgura,
callejón: el de La Amargura.
"El de los Muertos", no olvido,
por ser de los que han partido,
para nunca más volver.
Tampoco...,
El de Don José Castillo.
Por estrecho, es nominado
con San Roque de abogado,
dominando las alturas, al solano;
y las mocitas paseando,
por su calle entonando y cantando:
"Niñas del Carrichete,
venid pa bajo,
que pa subir parriba,
cuesta trabajo"
No olvido la Carretera,
hoy una gran avenida:
Tampoco olvido las eras:
de San Marcos, del Cerrillo,
Las Postreras;
ni la Fuente del Manzano,
ni la de Las Peñuelas.
Mi pueblo se llama Abla,
Abla sin "h" de hablar.
Sus calles son escarpadas,
apuntando al cielo están.
Sus casas copos de nieve.
Su llanura un verde mar.
Rodeada de ríos y eras,
de cimbras y de laderas,
de chumberas, pitas, e higueras,
de parrales y rosales,
de huertos que rememoran,
mis alegres primaveras...
La terraza del cine de verano
Hoy, hurgando en los recuerdos de nuestra infancia, hemos de recordar los olores a jazmín de la Terraza del cine de verano de Abla. Junto a la vera del paseo se encuentra uno de los lugares más bellos y entrañables de nuestro pueblo. Su entrada a ras del Paseo, inicia un largo pasillo en L que desciende entre jazmines hasta la explanada donde se encuentra la pantalla. El desnivel del terreno y el follaje de los árboles, crean un lugar arropado por las plantas, alejado del mundanal ruido del Paseo, para crear un clima de recogimiento y centrar toda la atención de los espectadores en aquello que se proyecta en la pantalla: muestra en su interior lo que sucede en el mundo de fuera, descubriendo en nosotros un mundo tan lejano a la vez que cercano. Al llegar el anochecer, su pantalla blanca entre jazmines, se llenaba de luz y sonido para descubrir los tesoros, que gracias a la técnica del celuloide, se mostraban en todo su esplendor a nuestros ojos inquisidores de aventuras, de mundos lejanos e imaginarios. Allí en la madriguera de luz y sombras de las noches de verano, construíamos las historias de nuestras melancolías, quienes en nuestra infancia gozábamos de esa edad para soñar sueños de libertad que nunca en la vida real podríamos alcanzar.
Hoy es día de mercado, -solían recordar nuestros padres- cuando los días cinco y veinte de cada mes llegaban puntuales en el calendario. El pueblo transformaba su aspecto tranquilo y rutinario por la eclosión de transeúntes y mercancías, que afloran por doquier, ante los ojos asombrados de los niños de los años 60: una manifestación de abundancia en tiempos de escasez, y un homenaje a la opulencia y la cornucopia. Aquel evento era un acontecimiento multitudinario, extraordinario y festivo, que el pueblo celebraba con júbilo, dando la bienvenida a todos aquellos visitantes que venían de toda la comarca para vender sus productos autóctonos: comerciantes, agricultores, carpinteros, ceramistas, zapateros, carniceros, mercantes, afiladores, charlatanes, traperos y rapsodas; todos llegaban con la ilusión de ganar unas pesetas para seguir viviendo; todos pugnaban por convencer a los asiduos compradores locales, foráneos, cortijeros, o simplemente mirones, de la excepcional calidad de sus productos agrícolas, frutas diversas, hortalizas frescas y toda clase de productos elaborados de la huerta, la ganadería, y la apicultura. Mucho o poco -según se mire- para gentes acostumbradas a vivir el día a día y a soportar las penurias propias de una posguerra de la que muy lentamente se salía a duras penas.
Para un pueblo tranquilo de la Alpujarra almeriense, como es Abla, la actividad diaria se desarrollaba entre el campo y la escuela. En el pueblo prevalecían las voces y los sonidos que identifican su actividad con la monotonía inconfundible de la forja del yunque del herrero, las campanadas pausadas del reloj de la vieja torre de la iglesia, o el canto habitual de los niños de la escuela recitando las tablas de multiplicar, junto a la voz inconfundible de Don José, el maestro, cuya severidad era más aparente que real; (un hombre íntegro. Maestro Escuela de padres e hijos, su autoridad moral e intelectual era incuestionable. Debajo de su aparente ferocidad por imponer la disciplina, se escondía la humanidad de un hombre ejemplar que creía en el valor de los principios educativos y culturales del conocimiento). Cuando se cometía una falta de disciplina, o éramos incapaces de resolver un problema de cálculo matemático, o el de un análisis morfológico o sintáctico, Don José utilizaba el “Don Benito”, una regla de madera temida por todos los niños de la escuela (sobre todo cuando golpeaba en el filo de los dedos) haciendo válido el dicho que "la letra con sangre entra". Lo que más nos divertía de la escuela era cuando explicaba la Historia de España, o cuando nos incitaba a salir a la pizarra para resolver un problema de cálculo o de sintaxis gramatical, premiando al alumno más capacitado. Lo que menos, el canto matinal de "El Cara al sol” o "El Prietas las filas", bajo la tutela de los cuadros de Franco y José Antonio. Algunos recordamos las quejas de Don José a nuestros padres, cuando comprobaba la dedicación de sus hijos en las tareas propias del campo, relegando los estudios y deberes de la escuela; observaba con impotencia como muchos niños privilegiados por una inteligencia natural, perdían la oportunidad de una buena formación académica por la pobreza de sus familias, la desigualdad de oportunidades, o ambas.
Ya en el mercado, al ser de día, cuando el sol aún no había roto la oscuridad, comenzaban a llegar arrieros con rostros cansados y soñolientos después de haber pasado toda la noche arreando a sus monturas, para una vez llegados a su destino, aliviar a las bestias de sus pesados capazos, y ocupar el lugar más idóneo de la plaza del pueblo para la exposición y venta de sus productos a los ojos de los curiosos e interesados visitantes. Un rito tradicional que se repetía dos veces al mes ante los asombrados ojos de los niños que aguardaban expectantes este acontecimiento.
!Vamos niñas, hay naranjas precoces! -gritaba un vendedor de rostro cansino, llegado de un pueblo llamado Nacimiento- con sus productos recién recolectados de las fértiles huertas a orillas del río que da nombre a su pueblo. Pirámides de montones de naranjas se alineaban en la plaza del pueblo sobre fardos extendidos en el suelo, contrastando su colorido con el ocre de la tierra y el polvo fino del suelo. Jumentos cansados por el esfuerzo y la distancia recorrida, atados a las rejas de las fachadas de las casas, junto a los aperos de transporte y rodeados por sus propios excrementos, rumiaban como pensativos su desdichada vida de trabajo. Hombres de rostros curtidos por el sol cubiertos por boinas que un día fueron negras y hoy palidecen a la par que la piel de sus dueños quemadas por un sol abrasador. Manos encallecidas, agrietadas y huesudas, que lo mismo aran la tierra que venden sus naranjas y limones a precio por docenas, o pesan con balanza romana unos kilos de tomates, cebollas o acelgas, a quienes se arrimen a su puesto. Pies desnudos y calzados con abarcas o esparteñas ceñidas en torno a la planta del pie. Mujeres vestidas con un sinfín de vestidos de colores en relación a su edad, con la cabeza cubierta por el luto como testimonio de la pérdida de un ser querido. Cestos vacíos para llenar y portar a casa con viandas, después de mil y un regate por el precio del producto siempre caro para unos y barato para otros. Mercado, un mundo por descubrir. Meta final donde el trabajo queda recompensado después de una larga espera de incertidumbre de éxito o fracaso en un corto intervalo de tiempo; la frustración del agricultor por mal vender sus productos por debajo del coste de producción, y tener que volver con la mercancía sin vender y destinarla para alimento de los animales, o el éxito de haber vendido sus productos a buen precio. Nunca en tan poco espacio se concentraba tanto producto, fruto del esfuerzo y el tesón de gentes que se afanaban por ganarse la vida. Todo se jugaba en un instante, en un momento…, una mala operación o una decisión desacertada en el precio, podía dar al traste con las ganancias de todo un año de trabajo.
!Jureles, sardinas, pintarrojas frescas! gritaban los "pescaeros" del Paseo, desde su puesto abierto al público, más parecido a un tranvía averiado que a un puesto de mercado, elevando el tono de sus voces para convencer a los más indecisos a comprar. Un coro de voces de tonos graves y agudos, desafinados polifónicos, convocaba a los visitantes a comprar sus productos autóctonos por su calidad y artesanía, a la altura del más exigente gourmet, con palabras como: ¡Queso de cabra! ¡Hay miel de caldera! !Higos chumbos!.
¿Hay quién dé más? Sonaba la voz de un charlatán bajito y rechoncho, con un megáfono en su mano, tratando de atraer la atención del respetable, desde un camión con el portón trasero abierto a modo de escenario. !Y una manta más!, -añadía- manifestando a la vez en su rostro el esfuerzo y la dificultad de una oferta imposible de rechazar por ser una ganga. Al mismo tiempo, la gente se arremolinaba en torno al camión atraída por la curiosidad, la fuerza de sus palabras, o los gestos y aspavientos del charlatán. Antes de que alguien pujara por la última oferta, aquel hombre volvía sobre sus pasos a la vez que pronunciaba aquellas palabras mágicas de ¿Hay quién dé más?. A continuación entraba bajo el toldo para presentar, a su juicio, una descomunal oferta irrechazable para el público, el ajuar completo de una novia. Al ver que nadie pujaba ni levantaba la mano, volvía a introducir su oronda figura en el toldo del camión y aparecía ante todos con un traje de pana negra de caballero, por el mismo módico precio con el que empezó la subasta: ¿Hay quién dé más?. Aquel hombre era el charlatán del mercado. Hombres y mujeres, mayores y niños, nos quedamos boquiabiertos tanto por la capacidad convincente de su verborrea, como por la cantidad de lotes en oferta, compuestos de mantas, toallas, colchas, manteles y trajes de caballero, que aquél hombre ofrecía a precio irrisorio, mientras pronunciaba las siguientes palabras: "Y en las mismas mil pesetas...esta manta de Palencia, más un juego de toallas, un pijama de caballero, una bata de señora, cuatro juegos de sábanas"...; (luego proseguía, viendo que nadie aceptaba la oferta, porque ya lo conocíamos y esperábamos que aumentase el lote) Efectivamente, así lo hacía: "Más una chaqueta de cheviot, para vestir, mas dos pares de calcetines...!" !Oh aquella chaqueta gris de pata de gallo, que se metía por los ojos!. Si a esto añadimos, el poder de la palabra por la retórica del charlatán y la mímica de sus gestos, entonces, tenemos todos los ingredientes para caer como incautos en el cepo del engaño. Las mantas no eran de Palencia, más bien abrigaban lo justo; y en cuanto a la chaqueta de cheviot, después de mojarse en un primer chaparrón inesperado, encogía de sisa y mangas.
Gente. Mucha gente hablando de sus cuitas. Saliendo de sus silencios y su soledad… que el campo obliga. Socializando, compartiendo problemas, alegrías y tristezas. Debajo de un árbol frondoso del Paseo, el zapatero instalaba su pequeña silla, con un cojín de color indeterminado por el uso, para hacer más confortable su trabajo, y un tronco de madera entre sus piernas, Sebastián "El Catite" -así se llamaba-, sin él, el mercado hubiera sido otra cosa distinta. Rodeado de neumáticos viejos de coche, y sin más herramientas que un yunque, de madera, cuchillo, martillo y grapas, transformaba con sus manos habilidosas aquellas gomas desgastadas por el uso de la carretera, en abarcas para calzar los pies de los que luego recorrerán los surcos de la tierra para la siembra, la siega o la trilla. Mis ojos de niño se abrían de par en par observando embelesado aquel acto creativo propio de un mago o un artista, que transformaba la materia vieja y amorfa en sandalias nuevas que a mi me parecían las más bonitas del mundo (¡”comerás recortes de Catite si no te aplicas en la escuela”! -me advertía mi padre- cuando las notas no eran de su agrado). ¡Aquel sí que era un verdadero maestro, práctico y eficaz, muy distinto a Don José el maestro, que en la escuela solo se limitaba a enseñarnos a leer, escribir y calcular, sin producir nada! Mi mente de niño no estaba preparada para valorar el valor de la educación y del conocimiento. Tardé un tiempo en comprender que mi padre tenía razón.
O "El Frasco", quien se afanaba por vender tapaderas de madera para cántaros, morteros, y cucharas de palo, a las amas de casa; cuando le preguntaban por el precio de sus tapaderas, tardaba un siglo en contestar a causa de su tartamudez, que llevaba con mucha dignidad.
O "El Tío de las ollas", (así llamábamos al alfarero), aunque en su negocio se vendía toda clase de cacharros de barro, todo lo necesario para equipar la cocina y la mesa más exigente: fuentes, platos, tazas, cacerolas de barro, pucheros, ollas, cántaros; cerámica muy apreciada en la comarca por la calidad del barro cocido y la artesanía de sus adornos pintados a mano.
Pero no todo eran productos de alimentación o compraventa de objetos para el hogar, también se podía alimentar el morbo y la curiosidad escuchando a los rapsodas, recitar en verso los grandes crímenes y desengaños amorosos de la época que ponían los pelos de punta a los oyentes, previo pago de unas octavillas por el módico precio de unos céntimos de peseta. Crímenes horrendos, amoríos baldíos, celos, odios y envidias, que acaban unas veces bien y otras no tanto. "El Caso", periódico de sucesos de la época, no hubiera podido hacerlo mejor.
Hoy sigue habiendo mercado en Abla, porque la vida sigue; pero ya nada es igual. Ni mejor, ni peor. Distinto. El problema es que ha cambiado todo tan deprisa, que algunos nos resistimos a aceptarlo. Hoy, cerramos nuestros ojos y nos sumergimos en aquellos años de nuestra infancia donde la felicidad no estaba comprometida con la posesión del tener, sino del ser. Era muy poco lo que necesitábamos para ser felices. Sin saberlo, seguíamos el dicho del clásico “Que no es más feliz quien más tiene sino quien menos necesita”. Sirvan estas palabras, para refrescar la memoria nostálgica de un pasado, que para muchos fue parte de nuestra infancia.
Aquellos árboles del paseo de Abla
En una esquina de la plaza rectangular se sitúa el trono del Nazareno y paralelamente a esa esquina el Trono de la Virgen en medio está San Juan. En el otro extremo de la plaza aparece el trono de la Verónica que avanza zigzagueante al son de la bocina, genuflexa por tres veces en tierra frente al Nazareno; en ese instante se desliza un lienzo entre sus manos y aparece el rostro de Jesús reflejado en el lienzo. La Verónica retrocede, mostrando el rostro de Jesús para posteriormente mostrárselo a la Virgen de los Dolores. Todo bajo el olor del incienso que se eleva hacia el cielo como forma colectiva de plegaria de un pueblo que reza. Todo acontece en un silencio que impresiona, sólo interrumpido por el sonido de la bocina que, plañidera, llora la tragedia de un hombre cuyo rostro hecho dolor, queda impreso en el paño de una mujer piadosa.