No. Esto no es un atraco. Es el nombre del juego que los niños de mi pueblo utilizamos cuando lo jugábamos con tanta ilusión. El asalto al tren-correo por parte de fugitivos en el lejano Oeste, no era ajeno a la chiquillería de mi pueblo. Ni la tensión sufrida cuando "El Bueno", desenfunda su Colt del 36 antes que "El Malo". Las magníficas aventuras desarrolladas por las películas del oeste americano proyectadas en el cine parroquial -en la Terraza del cine de verano entre el olor a jazmín- no acababan con aquel fatídico "FIN" que tanto fastidio causaba a los niños y adolescentes de mi pueblo. Por nosotros, la película tenía que continuar y no acabar nunca. Y en verdad, la película nunca terminaba cuando Jiménez apagaba el proyector en la cabina, y unas ténues luces disipaban la oscuridad de la terraza alumbrada hasta entonces, por las estrellas del cielo. Nuestra imaginación hacía el resto. Al día siguiente, los niños de mi pueblo emulabamos a los cuatreros, indios o vaqueros, repitiendo aquello que tan entusiastamente de habíamos vivido el fin de semana anterior. Jugábamos al ¡Arriba las manos! Dos bandas de amigos, armados con pistolas de piedra que tallavamos para el uso, nos escondiamos por entre las pitas, balates y casas de "Los Castillos" -un barrio escarpado en lo más alto del pueblo- para sorprender escondidos y dar el "arriba las manos" a cada uno de los integrantes de la otra banda. El juego lo ganaba quien diera "muerte" a todos los integrantes de la banda opuesta. Las discusiones eran interminables, pues no había árbitro que juzgara quien había sido el primero en sorprender al otro. Las disputas se dirimian con grandes discusiones que nunca acababan, hasta que hartos abandonábamos para ocuparnos con otra clase de juegos. Lo cierto es, que nunca nos aburríamos porque empleabámos la imaginación para ocupar el tiempo de vacaciones.
Nos la ingeniábamos para construir arcos con flechas imitando a los indios Apaches, Sioux o Kiowas con todo tipo de cañas y ramas de retama, adecuadas para ser tensadas y propulsar las flechas de caña, a veces peligrosas para nuestra integridad física. La plaza y los callejones aledaños eran nuestro territorio. Allí se actualizaba la película de indios y vaqueros durante toda la semana, sin que faltase un solo detalle creado en nuestra imaginación, que no así en la realidad. Las eternas disputas entre buenos y malos finalizaban cuando otra película sustituía a la anterior. Entonces nuevas aventuras y nuevos héroes y heroinas, ocupaban nuestra mente para dar rienda suelta a nuestra imaginación y ser imitadas durante la próxima semana. A la salida de la misa de las 9 horas, -dedicada a los escolares- los niños salíamos corriendo para ver la cartelera que anunciaba la próxima película en la Terraza de Verano: "El Último Cuplé " de Sara Montiel, era la elegida para ser proyectada esa noche con la decepción de los chicos Una horrible película de "amores", como la llamábamos y valorábamos los chicos, incapaces de entender el gusto tan extraño de los mayores. Una semana más nos quedábamos sin nuestra película del Oeste, con la decepción refejada en nuestros rostros.
El cine era una ventana que semanalmente se abría para conectar al pueblo con el mundo exterior. Cumplía una función pedagógica e ilustrativa de información y aprendizaje de roles para gentes muy centradas en sus labores rurales. Los niños asumiamos aquellos roles de los protagonistas del cinematógrafo para distinguir los principios éticos del bien y del mal. Sirvan estas humildes reflexiones como homenaje a aquellos tiempos que marcaron nuestra infancia.
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