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jueves, 16 de noviembre de 2017

Yo he sido alumno del Seminario





Hoy los niños quieren ser futbolistas como, Ronaldo, Messi, Isco o Neymar. Quieren ser famosos como esos ídolos y ganar mucho dinero. Hoy los niños juegan con videojuegos virtuales, pasan las horas colgados a videoconsolas, móviles..., etc. Viven en una realidad virtual. Su vocación está asociada  a los arquetipos que la sociedad actual les proyecta y sus procesos de socialización se construyen imitando esos modelos.  Nosotros, -los niños de los años 50/60- queríamos ser curas, misioneros, maestros, camioneros o simplemente mecánicos. Jugábamos en la calle y en contacto con la tierra, el agua, o la naturaleza; nuestros amigos eran los pájaros, los nidos, los perros..., y esos cuentos y relatos fantasiosos en los trancos de las casas. Los juegos eran siempre al aire libre, aprendiendo, comunicándonos, socializandonos, etc. Eran otros tiempos. 
Yo fui uno de los que quiso ser cura. Estudié en el Seminario de Almería, un semillero de vocaciones al sacerdocio que ha dado a la Diócesis de Almería excelentes sacerdotes  -entre los que yo no me encuentro, -no sabemos si por la gracia de Dios o la de los hombres-, pero que gracias  al esfuerzo de  su obispo D. Alfonso Ródenas, y de sus colaboradores, muchos de nosotros pudimos formarnos y / o estudiar una carrera. La generación de los años 60 tiene muchas razones que agradecer a la Iglesia en general, y a la Diócesis de Almería en particular, el esfuerzo que hizo en la formación de tantos jóvenes almerienses para su adaptación al mundo social, laboral y profesional, aunque como en todo proyecto humano, haya sus claro-oscuros; más claros que oscuros, como veremos. La mayoría de los jóvenes proveníamos de un medio rural, de familias con escasos recursos económicos para vivir. La vida en nuestros pueblos estaba asociada a las tareas del campo y éste no siempre respondía al esfuerzo y empeño de toda la familia. Si la vida diaria era difícil, cuanto más estudiar en la capital, para familias con una cierta cantidad de hijos y escasos recursos económicos; bastante tenían nuestros padres con alimentar tanta boca como para pagar unos estudios en un internado, solo unos pocos privilegiados eran los que tenían suficientes recursos para costearlo, sin que su economía se resintiera. En aquellos tiempos la Iglesia hizo una excelente labor social que el régimen no siempre supo devolver con generosidad y justicia. La Iglesia suplió  esas carencias en educación, con creces, ya que los jóvenes de mi tierra solo  podíamos aspirar a terminar la escuela primaria, ayudar a nuestros padres en las tareas del campo, o emigrar 
Abla, -mi pueblo-,  era uno de tantos pueblos de la provincia, que contaba con una gran población de niños en edad escolar. Las ocho escuelas del pueblo así lo confirmaban. La salida para muchos -entre los que me encontraba-, fue el seminario. Ocho monaguillos de la parroquia, elegimos ser curas, e imitar a nuestro párroco. Por eso una mañana lluviosa con nuestras maletas de madera y nuestros colchones de lana, comenzamos una aventura que nos  conducía hacia el seminario. Viajamos en un camión con toldo acompañados por nuestro párroco, Don Pedro Ruiz y nuestros padres, rumbo al Seminario Menor de San Tarsicio de Cuevas del Almanzora. Llovía a cantaros. Aún recuerdo las lágrimas que se me escaparon cuando mi padre despidiéndose  me decía adiós con la mano y una sonrisa forzada desde el fondo del camión ya en marcha. Un nudo en la garganta y una profunda tristeza me sobrevino, que pronto desapareció cuando de vuelta al seminario, comencé a conocer a los que después serian mis compañeros y amigos. Por entonces solo tenía once años.
Lo primero que aprendimos fue disciplina, respeto, y poner en orden nuestras cabezas, no siempre ordenadas. Aprendimos todo lo necesario para conseguir una recta formación humana y académica,  basada en los valores cristianos y humanistas en consonancia con el magisterio de la Iglesia. Nuestra enseñanza tenía un núcleo fundamental basado en el estudio de las lenguas clásicas: latín y griego; además de gramática, matemáticas y música. Tampoco descuidábamos el deporte y la gimnasia "mens sana in corpore sano". Aunque el latín como lengua oficial de la Iglesia ocupaba un lugar preeminente. En el primer curso empezábamos a traducir "La Guerra de las Galias" de Julio César y en el segundo  traducíamos  "Las Catilinarias" de Cicerón, para terminar, -ya en cuarto y quinto curso-, por traducir La Eneida de Virgilio o autores de la complejidad de Ovidio, Salustio, Tito Livio o Juvenal. Como futuros sacerdotes, profundizábamos en el estudio de las Sagradas Escrituras, la meditación y la oración. Preparábamos a conciencia la liturgia y las fiestas religiosas, mediante la lectura cantada de los textos sagrados y el canto gregoriano. Recuerdo con gran cariño a Don Fernándo Peinado y Don Jesús Peinado, mis primeros formadores, el empeño y dedicación que pusieron en su labor. Recuerdo con satisfacción la preparación del programa titulado "El minuto del oyente" compuesto por lecturas  de la Biblia y música sacra y noticias, que luego era emitido en el refectorio a la hora de comer en un estricto silencio. Yo era uno de los locutores, y quien abría el programa, tal vez por la potente voz con que la naturaleza me dotó, junto a otros  compañeros, por lo que me sentía muy orgulloso de ser uno de los escogidos para tan estupendo programa. Tampoco puedo olvidar los despertares tan maravillosos los domingos por la mañana con La Primavera de Vivaldi o la Novena de Beethoven, magnífica iniciación para amar la  música clásica.
Otra actividad muy digna de reseñar eran las grandes caminatas que dábamos por  los alrededores de Cuevas del Almanzora, Villaricos, Las Herrerías, etc. Entre los 30 alumnos que componían mi curso, solo llegaron a ser curas, dos, -que yo recuerde-. Un mal negocio para la Iglesia, si su inversión se mide con  parámetros económicos de rentabilidad de mercado, aunque no es éste el caso. El resto se reparte entre  catedráticos, maestros, médicos y algún que otro funcionario.
La verdad es, que ahora recuerdo con nostalgia aquellos momentos, la vitalidad que teníamos para aprender y el empeño que poníamos en todo lo que hacíamos. Siempre activos, nunca ociosos y menos aburridos. Sirvan estas líneas como un pequeño homenaje a aquellos formadores que dieron lo mejor de su vida para enseñarnos a ser buenas personas,  honradas,  justas y doctas. A ellos mi mayor agradecimiento, admiración y cariño.




DEDICADO A: Don Fernándo Peinado, Don Jesús Peinado, a su hermana Dª Rosario Peinado, y a las demás señoritas que con tanto tesón y dedicación trabajaron para hacernos la vida más agradable y cuyos nombres no recuerdo.




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