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sábado, 29 de octubre de 2016

La muerte, algo tan natural como la vida misma





"Mientras alguien te recuerde, no habrás muerto del todo"


Recuerdo haber contado en alguna ocasión que fui monaguillo. Mi infancia la pasé a la sombra de la torre de la iglesia mudéjar de mi pueblo. Todas las mañanas ayudaba a D. Juan el cura  a decir  misa; mi ingreso como monaguillo oficial tuvo que sufrir un examen y aprender  de memoria las respuestas en latín de la misa: "Introivo ad altare Dei" -decía el sacerdote- y yo le respondía "Ad Deum qui laetificat iuventutem mean"; no era una una mala manera de iniciar el día. Por las tardes aprendí a rezar el rosario, cosa que hacía sobre el púlpito incluidas las letanías de memoria. Preparar el incensario, repicar las campanas o montar el catafalco cuando había un difunto, eran algunas de las labores que hacía como acólito. También ayudar a  los sacerdotes a llevar el viático a los enfermos y la extremaunción.
Me familiaricé prematuramente con la muerte porque a los ocho o nueve años ya tenía un alarga experiencia de ver morir a muchos enfermos y rezarles responsos. Si su estado lo permitía se les confesaba y se les daba la comunión, pero si estaban al borde de la muerte, se les impartía el sacramento de la extremaunción. Éste consistía en ungir con oleo la frente, ojos, boca, nariz, pecho, manos y pies, y rezar unas oraciones, en donde se ordenaba al alma salir de este mundo para ingresar en el más allá. Recuerdo que algunos enfermos sistemáticamente después de recibir los santos sacramentos morían en una relación causa-efecto; por lo que de pequeño, asociaba nuestra  visita con la llegada puntual de la muerte. Recuerdo que un día le dije a mi madre que si algún día me iba a morir que no quería recibir la extremaunción, (tal era la experiencia traumática que sentía por la muerte o por la visita del cura, que todo iba asociado); mi madre siempre me reprendía por qué pensaba en aquellas cosas, mientras mi padre decía que "este niño tiene cosas de tonto". Fuese como fuese, recuerdo un enfermo que al llegar Don Juan a su lecho le cogía la mano con fuerza, con ojos llorosos, manifestando en su mirada una esperanza de vida, otorgando a nuestro cura un poder sobrenatural que él no tenía. Expiró en sus brazos, con los ojos tan abiertos como queriendo capturar toda la luz de la estancia alumbraba por un pequeño candil, y con ello evitar la muerte. Al día siguiente, antes del entierro, vimos el difunto en el féretro, amarillo como la cera con los ojos cerrados; contemplando su rostro cadavérico, se me hacía complicado pensar que aquel hombre estaba gozando con Dios en la otra vida. Yo era un fervoroso católico y sabía que una vez perdonados los pecados aquel "pecador" estaría en el cielo, como así lo proclama y cree  nuestra Santa Madre Iglesia. Pero se me hacía difícil aquella creencia después de comprobar empíricamente la frialdad de aquel cadáver en aquel frío día de enero.
Hoy veo la muerte como un proceso natural, algo que los seres vivos debemos de pagar por estar vivos. Lo que haya en el más allá, ya lo veremos, si es que  hay algo; entre tanto, vivamos con dignidad el tiempo que se nos ha dado gratuitamente. Triste consuelo el que se contenta con resucitar en la memoria de alguien que te recuerde, aunque algunos pensarán que más vale eso que el olvido eterno. Recuerdo lo que en aquellos instantes pasaba por mi cabeza: "Feliz yo, en esos momentos, que mientras el cura rezaba sus responso en memoria del finado, con mis manos calentitas metidas en los bolsillos de mis pantalones de pana, me sentía el niño más feliz del mundo". Necesitaba muy poco. Solo nos queda esperar, y que sea lo que Dios quiera.




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