A menudo, cuando alguien me preguntaba sobre mi profesión como profesor, a continuación  solía preguntarme en qué 
universidad. Tan pronto como respondía que daba clases en Secundaria y 
Bachillerato, no era raro que ese mismo alguien me mirase con suficiencia 
apostillando un “Ah, en enseñanzas medias” o, peor aún, que resoplase con 
el consabido “Qué mérito tenéis”, una frase que no contiene respeto 
alguno, sino tan solo desprecio hacia esos adolescentes que, desde la 
ignorancia y el estereotipo, imaginan como un montón de fieras 
enjauladas.
A veces me molestaba en responder a ese alguien, que esas enseñanzas medias
 hoy tan denostadas -gracias a la impagable labor de una nefasta 
sucesión de reformas con más siglas que medios e ideas- 
son las que dan el verdadero nivel cultural de un país y la llave que 
permitirá construir una sociedad diferente a la que hoy tenemos.
A veces, si el ánimo me lo permitía, incluso defendía la labor que 
hacemos en las aulas los docentes e insistía en que el nulo diálogo entre las 
diferentes etapas educativas (Intanfil, Primaria, Secundaria, 
Bachillerato, FP, Universidad) y el inexplicable desprestigio que del 
trabajo de unos hacen los otros, es una de las causas que impide que 
funcione este sistema. Un sistema donde solo se atiende al final de la 
formación, sin reflexionar sobre lo esencial que resulta reivindicar y 
valorar la firmeza de sus cimientos.
Pero otras veces, apenas decía nada. Solo pensaba en que esos que 
resoplan no saben que esta profesión -con todas sus miserias y sus 
dificultades- es también una de las más hermosas. Porque no tienen ni 
idea de lo que se siente cuando uno de esos adolescentes te convierte en
 parte de su mundo y te confía algo que realmente le preocupa. Ni 
imaginan qué te pasa por la cabeza -y, sobre todo, por el corazón- 
cuando te dejas la piel peleando por algo que crees importante, algo que
 quizá no ayude a cambiar el mundo (en abstracto), pero sí a que ese 
alumno que te preocupa pueda vencer alguno de los muros que lo oprimen 
en su pequeño mundo (individual y concreto). Ni se imaginan la 
frustración que provoca darse de bruces con una realidad desigual donde 
se exige que apliquemos criterios de evaluación idénticos a vidas y 
situaciones completamente distintas entre sí. No saben de las alegrías en 
el aula cuando las cosas marchan bien, ni de las lágrimas de impotencia 
cuando la realidad, a veces demasiado cruel, se impone a nuestras tizas.
 Ni tampoco podría explicarle a esos alguien la inmensa alegría que se siente en nuestro interior, cuando un antiguo  alumno  te saluda o te expresa su admiración y recuerdo de tu labor como profesor; mientras le escuchas y observas, sientes un extraño orgullo por haber 
sido parte de eso. Una parte minúscula, sin duda, pero que quizá haya 
dejado algún poso en esos jóvenes de los que te enorgulleces y que te 
dan la razón en que, pese a quien pese, eres un afortunado por trabajar 
con y para ellos. Jóvenes que te hacen reafirmarte en que cualquier 
tiempo pasado no fue, necesariamente, mejor.
Por eso a veces, supongo, no respondo y me limito a decir que sí, que soy, por suerte,
 profesor de instituto. Pero no lo explico. Porque hay formas extrañas de 
belleza que, en estos tiempos de pragmatismo, elitismo y segregación, no
 todo el mundo parece capacitado para compartir.
Cada día me sorprendes más
ResponderEliminarA mí me hubiera gustado ser profesora de instituto y quizás de filosofía
ResponderEliminarPor ti y por muchas como tú, merece la pena ser docente. Estoy seguro que hubieras sido una excelente profesora de filosofía.
EliminarTe mereces un Aplauso👏👏
ResponderEliminarMuchas gracias por tu profundo sentir
ResponderEliminarMe uno a él y me identifico con él 💖