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martes, 23 de septiembre de 2025

José María: un entrañable amigo



                      

                                        Allá donde termine este afán que exige un dueño
                                        a imagen suya, sometiendo a otra vida su vida,
                                        sin más horizonte que otros ojos frente.
                                        Donde penas y dichas no sean más que nombres,
                                        cielo y tierra nativos en torno de un recuerdo;
                                        donde al fin quede libre sin saberlo yo mismo,
                                        disuelto en niebla, ausencia, 
                                        ausencia leve como carne de niño.
                                        Allá, allá lejos, donde habite el olvido
                                                                                            
                                                                      
                                                                                 Luis Cernuda



Hay personas que dejan una huella imborrable en la vida de quienes tienen la fortuna de compartir con ellas un tramo del camino. Seres cuya sola presencia irradia bondad, cuya mansedumbre inspira confianza, cuya amistad es tesoro y refugio. Personas buenas, profundamente buenas.

Una de ellas, sin duda, fue José María Gómez Lázaro-Carrasco: el entrañable amigo que nos ha dejado hace tan poco. Con el corazón desgarrado sentimos hoy su ausencia; su partida nos ha sumido en un dolor profundo, en un desconcierto inquietante, en un vacío existencial que lacera lo más hondo del ser humano y que nos descubrimos incapaces de colmar.

Y sin embargo, desde la fe que compartimos, hallamos un tenue resplandor que, aunque no disipa por completo la incomprensión y la absurda herida de la muerte, sí atenúa en parte su aspereza, dejándonos la certeza de que lo amado no desaparece, sino que permanece transformado en presencia eterna.

Hablar de José María, recordarlo  hoy ante su familia y sus amigos más cercanos, es un atrevimiento que asumo con humildad, guiado únicamente por el afecto sincero y la amistad que nos unió en vida. Ponerle palabras a quien ya no camina entre nosotros es un acto difícil, porque su presencia se explica mejor con los gestos que dejó con la hondura de su mirada y la nobleza de su corazón. José María fue, y sigue siendo en la memoria que nos congrega, un ejemplo vivo de principios y valores humanos: diálogo constante, respeto profundo, confianza en el otro, fe firme en la educación como senda de dignidad. Él creía que toda vida se ennoblece al ser compartida, que el bien se multiplica cuando se siembra en común; y así lo practicó cada día, en la claridad de la conversación con sus semejantes. Si a esta impronta de humanidad añadimos los lazos de amistad que me unieron a él, entonces su recuerdo no es ya un deber ético, sino una gratitud necesaria y luminosa. Hoy, José María, al honrar tu memoria después de tu partida, celebramos tu modo de ser, imitamos tu manera de vivir: con honestidad, con ternura, con la certeza de que tu huella, aunque ausente en cuerpo, permanece entre nosotros como ejemplo a seguir.

Era de esas presencias que no pasan inadvertidas: irradiaba sabiduría serena, prudencia firme, bondad callada, generosidad inagotable, compromiso fiel y una humildad profunda. Amaba la Verdad -esa Verdad con mayúscula- y encontraba en ella la brújula de su vivir. Con frecuencia, en su voz resonaban las palabras de San Agustín, tan cercanas a su espíritu: "Vuelve a ti mismo; en el interior del hombre habita la verdad". Él, que tanto la buscó,  mientras vivió entre nosotros, no lo hizo para guardarla celosamente en su interior sino para compartirla con generosidad. Así era José María: un hombre de honda espiritualidad, de fe sincera y de compromiso fraterno, herencia recibida en el seno de una familia de firmes convicciones religiosas. Supo dar testimonio de esa herencia no solo con palabras, sino también mediante obras concretas, entregándose a los demás a través de Cáritas y del Banco de Alimentos. En su vida hizo verdad aquellas palabras de los Hechos de los Apóstoles (20,35): “Hay más alegría en dar que en recibir”
José María, hombre bueno, cuya vida entera fue un acto de amor. Amó a los suyos con la intensidad de quien sabe que en la familia late el verdadero sentido de la existencia. Amó a Tere, su compañera, una mujer con mayúscula, y en cada palabra dedicada a ella lloró, cantó y se desnudó en silencio. Porque cuando pensaba en ella era tan profundo su sentir que ni la propia piel alcanzaba a dar cuenta del secreto dolor de amarla  hasta morir de amor. Padre henchido de orgullo por su hija Maite y por su nieto Pedro, los quiso con la fuerza de mil raíces, con el peso solemne del alma que se desgarra en ternura. ¿Puede el amor decirse mejor? No lo creo…

Maestro de vocación y de vida, entregó su sabiduría a los alumnos, aunque confesaba aprender más de ellos que lo que a ellos enseñaba. Ejemplo en Adra dejó huella de luz donde otros apenas dejan paso. Reconoció en su hijo adoptivo la justicia merecida de un legado inmenso, pues su vida entera fue la virtud de olvidarse de sí mismo para darse a todos. Bendita suerte la de quienes lo tuvimos como amigo: prudente, sabio, cercano y afable. Qué riqueza la de quienes compartimos su bondad callada, su consejo sereno, su amistad verdadera. Gracias, José María, porque en tu entrega aprendimos el valor de la humildad, el peso noble del amor y la fuerza silenciosa de quien sirve sin esperar nada. ¡Gracias por haber sido, sencillamente, un hombre ejemplar!




                            

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