Hay personas que dejan una huella imborrable en la vida de quienes tienen la fortuna de compartir con ellas un tramo del camino. Seres cuya sola presencia irradia bondad, cuya mansedumbre inspira confianza, cuya amistad es tesoro y refugio. Personas buenas, profundamente buenas.
Una de ellas, sin duda, fue José María Gómez Lázaro-Carrasco: el entrañable amigo que nos ha dejado hace tan poco. Con el corazón desgarrado sentimos hoy su ausencia; su partida nos ha sumido en un dolor profundo, en un desconcierto inquietante, en un vacío existencial que lacera lo más hondo del ser humano y que nos descubrimos incapaces de colmar.
Y sin embargo, desde la fe que compartimos, hallamos un tenue resplandor que, aunque no disipa por completo la incomprensión y la absurda herida de la muerte, sí atenúa en parte su aspereza, dejándonos la certeza de que lo amado no desaparece, sino que permanece transformado en presencia eterna.
Hablar de José María, recordarlo hoy ante su familia y sus amigos más cercanos, es un atrevimiento que asumo con humildad, guiado únicamente por el afecto sincero y la amistad que nos unió en vida. Ponerle palabras a quien ya no camina entre nosotros es un acto difícil, porque su presencia se explica mejor con los gestos que dejó con la hondura de su mirada y la nobleza de su corazón. José María fue, y sigue siendo en la memoria que nos congrega, un ejemplo vivo de principios y valores humanos: diálogo constante, respeto profundo, confianza en el otro, fe firme en la educación como senda de dignidad. Él creía que toda vida se ennoblece al ser compartida, que el bien se multiplica cuando se siembra en común; y así lo practicó cada día, en la claridad de la conversación con sus semejantes. Si a esta impronta de humanidad añadimos los lazos de amistad que me unieron a él, entonces su recuerdo no es ya un deber ético, sino una gratitud necesaria y luminosa. Hoy, José María, al honrar tu memoria después de tu partida, celebramos tu modo de ser, imitamos tu manera de vivir: con honestidad, con ternura, con la certeza de que tu huella, aunque ausente en cuerpo, permanece entre nosotros como ejemplo a seguir.
Maestro de vocación y de vida, entregó su sabiduría a los alumnos, aunque confesaba aprender más de ellos que lo que a ellos enseñaba. Ejemplo en Adra dejó huella de luz donde otros apenas dejan paso. Reconoció en su hijo adoptivo la justicia merecida de un legado inmenso, pues su vida entera fue la virtud de olvidarse de sí mismo para darse a todos. Bendita suerte la de quienes lo tuvimos como amigo: prudente, sabio, cercano y afable. Qué riqueza la de quienes compartimos su bondad callada, su consejo sereno, su amistad verdadera. Gracias, José María, porque en tu entrega aprendimos el valor de la humildad, el peso noble del amor y la fuerza silenciosa de quien sirve sin esperar nada. ¡Gracias por haber sido, sencillamente, un hombre ejemplar!
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