La defensa de lo breve: la España vaciada como fragmento
El fragmento no es una carencia: es una forma de existencia. La vida, el pensamiento, el arte y la historia misma son fragmentarios, como un mosaico de instantes, que al unirse, dan sentido a lo que percibimos como totalidad. Cada ensayo, cada película, cada vida humana, constituyen una colección de fragmentos significativos e insignificantes, detalles mínimos que, como un cuadro, generan la apariencia de unidad. Walter Benjamin escribió que "el fragmento es la verdadera forma en que se manifiesta la verdad", pues la completitud es solo una ilusión de la conciencia moderna.
Todo lo que somos está tejido de lo efímero. Nuestro cuerpo es breve, temporal; las cosas que amamos se desvanecen y, sin embargo, en ese tránsito reside la esencia de su permanencia. Heráclito ya advertía que "todo fluye" (Panta Rheî); nada permanece inmóvil, ni el río, ni quien se adentra en él. Cada instante, al suceder, inaugura una diferencia: no somos los mismos dos veces, porque la identidad es un flujo, no una sustancia. de ahí que vivir sea también fragmentarse, reinventarse segundo a segundo.
Sin embargo, la mentalidad moderna ha tenido esta fugacidad. Desde los valores de la racionalidad ilustrada, hemos querido ordenar, medir, prolongar lo breve. Hemos confundido permanencia con plenitud y continuidad con sentido. Pero somos, como decía Nietzsche, "una cuerda tendida entre el animal y el superhombre": un tránsito, un eco de lo pasajero. donde en unos pocos días vuelve la existencia, en forma de fiestas patronales, las ferias o la memoria familiar, en el instante del eterno retorno
Esta lógica del fragmento también encuentra su reflejo en la geografía espiritual y política de España. El país, dividido en comunidades, en regiones, en voces diversas, encarna la tensión entre unidad y ruptura. La España vaciada -esa constelación de pueblos que se disuelven en la memoria- es el espejo más claro de nuestra condición fragmentaria. Son territorios donde el tiempo se ha detenido, donde la vida se retira lentamente dejando huellas, casas cerradas, campanarios silenciosos, escuelas sin ruido...
Pero también son lugares donde en unos pocos días vuelve la existencia, como si las fiestas patronales, las ferias o la memoria familiar encendieran el rescoldo del pasado.
Cada pueblo abandonado es, en sí, un fragmento, una secuencia de la película mayor: la historia de un país que olvida partes de su propio cuerpo. Ortega y Gasset señalaba que "yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella no me salvo yo". España ha dejado morir parte de su circunstancia: sus aldeas, sus campos, sus vínculos. Y en ese abandono, ha perdido también una porción de sí misma. Cuando desaparecen los pueblos, no solo mueren los habitantes; mueren sus tradiciones, sus palabras, su modo de mirar el mundo.
La fragmentación no es, entonces, un defecto, sino una condición ontológica y cultural. La diversidad -lingüística, histórica, territorial- puede ser fuente de conflicto, pero también de riqueza. Lo fragmentario solo se vuelve peligroso cuando se convierte en exclusión; cuando un fragmento pretende ser el todo. Si se se mira con otros ojos, la pluralidad de los fragmentos españoles constituye una verdadera polifonía: la de una nación que se reinterpreta en cada una de sus partes. Es en el proceso donde radica su identidad.
En los pueblos vacíos late aún la vida breve, la memoria inconclusa. Como fragmentos de un espejo roto, reflejan la imagen disgregada pero todavía viva de una comunidad que busca sentido. En ellos, lo pequeño se hace esencial, lo efímero se hace eterno, lejos de ser ruina, se convierte en promesa.
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