Hay personas que dejan una huella imborrable en la vida de quienes tienen la fortuna de compartir con ellas un tramo del camino. Personas cuya sola presencia ilumina, cuya bondad serena inspira confianza, y cuya generosidad nace del amor más puro: el que da sin esperar nada a cambio. Una de esas personas es mi cuñado Juanjo.
Ayer lo despedimos. Ayer dijimos adiós a nuestro querido cuñado y amigo Juan José Ortiz Jiménez, Juanjo, para todos, o el Moli, como con cariño le llamaban. El 23 de octubre nos dijo adiós, dejando una herida profunda en el corazón de su esposa, de sus hijos, de sus nietos, de todos quienes lo quisimos. Su marcha nos ha dejado un silencio que pesa, una tristeza que la razón no comprende y el corazón siente. Cuesta comprender que un hombre fuerte, vital, lleno de vida y de proyectos se haya marchado tan repentinamente. Durante dos largos meses luchó con una valentía serena y una dignidad ejemplar. Nunca se rindió. Pero la enfermedad -implacable y silenciosa- acabó imponiéndose. Allí, en la habitación de un hospital, se apagó su vida; allí quedaron sus sueños, sus empeños, sus ilusiones, su deseo de seguir construyendo su casa y compartiendo días de felicidad con los suyos.
Amaba la libertad, el campo y la naturaleza. Y, sin embargo, el destino quiso encerrarlo entre cuatro paredes. Sentía pasión por los animales como muestra el terreno donde habita, rodeado de toda clase de animales. La fuerza que ponía en todo, el entusiasmo y el tesón por acabar lo empezado, la alegría, las ganas de vivir, todo eso quedó truncado en ese fatídico 23 de octubre... el mismo día en que, seis años atrás, nos dejó también nuestro querido suegro Antonio Guzmán. Quizá no haya casualidades sino designios que se nos escapan. Quiero creer -y así lo creo- Dios llama a los mejores; a los buenos, a los nobles de corazón.
Juanjo era, ante todo, un hombre bueno. Generoso, servicial, alegre, prudente. Si una palabra lo define, esa palabra es generosidad, siempre dispuesto a servir a los otros. Junto a la prudencia, su virtud más callada, pero también la más profunda: sabía estar, sabía escuchar, sabía cuándo hablar y cuándo callar. Siempre humilde, siempre entregado.
Amaba con ternura a su esposa Magdalena, compañera de toda la vida, a quien admiraba en silencio y comprendía con solo mirarla. Fue para ella un esposo apasionado y fiel; y ella para él, un ejemplo de alegría, entrega y generosidad. Juntos formaban una pareja luminosa, alegre, cómplice. Se amaban con una bondad sencilla y contagiosa, que llenaba de alegría los corazones de quienes los rodeaban.
Sus hijos Laura y Juanjo, fueron su orgullo y su alegría. Los amaba con devoción, y ellos le correspondían con el mismo cariño. Con su hija Laura, su Niña... compartía esa complicidad hecha de gestos, de risas, de silencios entendidos; con su hijo Juanjo, la pasión por la caza y la libertad del monte, espacio de comunión con la naturaleza y con la vida. Sus nietos, tan pequeños aún, lo adoraban. Se embelesaban con sus historias, con sus risas, con esa luz que desprendía su mirada. Para ellos, el abuelo era sinónimo de juego y ternura.
Toda la familia -sus hermanos, cuñados, sobrinos- y esta gran familia que formamos todos, sentimos el hueco inmenso de su ausencia. También todo el pueblo de Fiñana lloró su partida, y sus numerosos amigos de su pueblo natal de Abla. Ayer, en su funeral, cada lágrima, cada abrazo, cada palabra, fue testimonio del cariño que sembró en vida.
Nos queda el consuelo de la fe: no decimos adiós, sino hasta luego. Confiamos en que un día volveremos a encontrarnos en la Casa del Padre, donde no hay dolor ni despedidas. Mientras tanto, seguimos aquí, tratando de continuar su camino, de imitar su ejemplo. No será fácil, pero lo intentaremos, porque eso -sin duda- es lo que él querría. ¡Hasta luego, querido Juanjo. Hasta siempre! Tu recuerdo vivirá en nosotros, en cada sonrisa, en cada anécdota, en cada gesto de bondad que inspire tu memoria.