El pueblo se llama Abla
El pueblo se llama Abla,
Abla sin "h" de hablar.
Sus calles son escarpadas,
apuntando al cielo están.
Como espolón de navío
que encuentra en el albedrío
la palabra "libertad",
se yergue su figura altiva,
entre montañas nevadas,
entre setos y vaguadas,
entre bancales de olivo.
Su Iglesia, La Anunciación.
Su paseo, San Segundo.
Su plaza, Constitución.
Su ermita, Los Santos Mártires.
Un barrio, El de San Antón.
La Cruz de San Juan de entrada.
La calle Baja a sus pies.
La calle El agua chorreando.
Los Granadillos también,
con el Dorador, brillando.
El Ventorrillo bramando
entre vientos y huracanes.
Los Castillos coronando,
atalayas medievales.
La Real Alta emparrillando,
callejones cuesta arriba,
callejones cuesta abajo.
Uno es el "Pie de la Torre",
el otro, es el de San Marcos.
El más corto y pequeñito,
con "S" de abecedario.
Ancho amplio y con holgura,
callejón: el de La Amargura.
"El de los Muertos", no olvido,
por ser de los que han partido,
para nunca más volver.
Tampoco...,
El de Don José Castillo.
Por estrecho, es nominado
el callejón más sonado:
separa el campanario
de Ayuntamiento y juzgados.
Y qué decir del Carrichete
con San Roque de abogado,
dominando las alturas, al solano;
y las mocitas paseando,
por su calle entonando y cantando:
"Niñas del Carrichete,
venid pa bajo,
que pa subir parriba,
cuesta trabajo"
No olvides la Carretera,
hoy una gran avenida:
Alcalde Antonio Herrerías;
merecida.
Ni Llanadas.
También están ahí las eras:
de San Marcos, del Cerrillo,
Las de Enmedio, Las Postreras;
ni la Fuente del Manzano,
ni la de Las Peñuelas.
El pueblo se llama Abla,
Abla sin "h" de hablar.
Sus calles son escarpadas,
apuntando al cielo están.
Sus casas copos de nieve.
Su llanura un verde mar.
Rodeada de ríos y eras,
de cimbras y de laderas,
de chumberas, pitas, e higueras,
de parrales y rosales,
de huertos que rememoran,
mis alegres primaveras...
antonio gonzález
EL MERCADO DE ABLA
Hoy es día de mercado, cuando los días cinco y veinte de cada mes llegaban puntuales en el calendario. El pueblo transformaba su aspecto tranquilo y rutinario por la eclosión de transeúntes y mercancías, que afloran por doquier, ante los ojos asombrados de un niño de los años 60: una manifestación de abundancia en tiempos de escasez, y un homenaje a la opulencia y la cornucopia. Aquel evento era un acontecimiento multitudinario, extraordinario y festivo, que el pueblo celebraba con júbilo, dando la bienvenida a todos aquellos visitantes que venían de toda la comarca para vender sus productos autóctonos: comerciantes, agricultores, carpinteros, ceramistas, zapateros, carniceros, mercantes, afiladores, charlatanes y rapsodas; todos llegaban con la ilusión de ganar unas pesetas para seguir viviendo; todos pugnaban por convencer a los asiduos compradores locales, foráneos, cortijeros, o simplemente mirones, de la excepcional calidad de sus productos agrícolas, frutas diversas, hortalizas frescas y toda clase de productos elaborados de la huerta, la ganadería, y la apicultura. Mucho o poco -según se mire- para gentes acostumbradas a vivir el día a día y a soportar las penurias propias de una posguerra de la que muy lentamente se salía a duras penas.
Para un pueblo tranquilo de la Alpujarra almeriense, como es Abla, la actividad diaria se desarrollaba entre el campo y la escuela. En el pueblo prevalecen las voces y los sonidos que identifican su actividad con la monotonía inconfundible de la forja del yunque del herrero, las campanadas pausadas del reloj de la vieja torre de la iglesia, (antes de ser demolida a causa de sus grietas) o el canto habitual de los niños de la escuela recitando las tablas de multiplicar. Ya en el mercado, al ser de día, cuando el sol aún no había rasgado la oscuridad, comenzaban a llegar arrieros con rostros cansados y soñolientos después de haber pasado toda la noche arreando a sus monturas, para una vez llegados a su destino, aliviar a las bestias de sus pesados serones, y ocupar el lugar más idóneo de la plaza del pueblo para la exposición y venta de sus productos a los ojos de los curiosos e interesados visitantes. Un rito tradicional que se repetía dos veces al mes ante los asombrados ojos de los niños que expectantes esperaban este acontecimiento. !Vamos niñas, hay naranjas precoces! -gritaba un vendedor de rostro cansino, llegado de un pueblo llamado Nacimiento- con sus productos recién recolectados de las fértiles huertas a orillas del río que da nombre a su pueblo. Pirámides de montones de naranjas se alineaban en la plaza del pueblo sobre fardos extendidos en el suelo, contrastando su colorido con el ocre de la tierra y el polvo fino del suelo. Jumentos cansados por el esfuerzo y la distancia recorrida, atados a las rejas de las fachadas de las casas, junto a los aperos de transporte y rodeados por sus propios excrementos. Hombres de rostros curtidos por el sol cubiertos por boinas que un día fueron negras y hoy palidecen a la par que la piel de sus dueños quemadas por un sol abrasador. Manos encallecidas, agrietadas y huesudas, que lo mismo aran la tierra que venden sus naranjas y limones a precio por docenas, o pesan con balanza romana unos kilos de tomates, cebollas o acelgas, a quienes se arrimen a su puesto. Pies desnudos y calzados con abarcas o esparteñas ceñidas en torno a la planta del pie. Mujeres vestidas con un sinfín de vestidos de colores en relación a su edad, con la cabeza cubierta por el luto como testimonio de la pérdida de un ser querido. Cestos vacíos para llenar y portar a casa con viandas, después de mil y un regate por el precio del producto siempre caro para unos y barato para otros. Mercado, un mundo por descubrir. Meta final donde el trabajo queda recompensado después de una larga espera de incertidumbre de éxito o fracaso en un corto intervalo de tiempo; la frustración del agricultor por mal vender sus productos por debajo del coste de producción, y tener que volver con la mercancía sin vender y destinarla para alimento de los animales, o el éxito de haber vendido sus productos a buen precio.
!Jureles, sardinas, pintarrojas frescas! gritaban los "pescaeros" del Paseo, desde su puesto abierto al público, más parecido a un tranvía averiado que a un puesto de mercado, elevando el tono de sus voces para convencer a los más indecisos a comprar. Un coro de voces de tonos graves y agudos, convocaba a los visitantes a comprar sus productos autóctonos por su calidad y artesanía, a la altura del más exigente gourmet, con palabras como: ¡Queso de cabra! ¡Hay miel de caldera! !Higos chumbos!.
¿Hay quién dé más? Sonaba la voz de un charlatán bajito y rechoncho, con un megáfono en su mano, tratando de atraer la atención del respetable, desde un camión con el portón trasero abierto a modo de escenario. !Y una manta más!, añadía, manifestando a la vez en su rostro el esfuerzo y la dificultad de una oferta imposible de rechazar por ser una ganga. Al mismo tiempo, la gente se arremolinaba en torno al camión atraída por la curiosidad, la fuerza de sus palabras, o los gestos y aspavientos del charlatán. Antes de que alguien pujara por la última oferta, aquel hombre volvía sobre sus pasos a la vez que pronunciaba aquellas palabras mágicas de "¿Hay quién dé más?". A continuación entraba bajo el toldo para presentar, a su juicio, una descomunal oferta irrechazable para el público, el ajuar completo de una novia. Al ver que nadie pujaba ni levantaba la mano, volvía a introducir su oronda figura en el toldo del camión y aparecía ante todos con un traje de pana negra de caballero, por el mismo módico precio con el que empezó la subasta: "¿Hay quién dé más?". Aquel hombre era el charlatán del mercado. Hombres y mujeres, mayores y niños, nos quedábamos boquiabiertos tanto por la capacidad convincente de su verborrea, como por la cantidad de lotes en oferta, compuestos de mantas, toallas, colchas, manteles, vestidos de señora y trajes de caballero, que aquél hombre ofrecía a precio irrisorio, mientras pronunciaba las siguientes palabras: "-Y en las mismas mil pesetas...esta manta de Palencia, más un juego de toallas, un pijama de caballero, una bata de señora, cuatro juegos de sábanas"...; -(luego proseguía, viendo que nadie aceptaba la oferta, porque ya lo conocíamos y esperábamos que aumentase el lote)- Efectivamente, así lo hacía: "-Más una chaqueta de cheviot, para vestir, mas dos pares de calcetines...!" !Oh aquella chaqueta gris de pata de gallo, que se metía por los ojos!. Si a esto añadimos, el poder de la palabra por la retórica del charlatán y la mímica de sus gestos, entonces, tenemos todos los ingredientes para caer como incautos en el cepo del engaño. Las mantas no eran de Palencia, más bien abrigaban lo justo; y en cuanto a la chaqueta de cheviot, después de mojarse en un primer chaparrón inesperado, encogía de sisa y mangas.
Gente. Mucha gente hablando de sus cuitas. Saliendo de sus silencios y su soledad… que el campo obliga. Socializando, compartiendo problemas, alegrías y tristezas. Debajo de un árbol frondoso del Paseo, el zapatero instalaba su pequeña silla, con un cojín de color indeterminado por el uso, para hacer más confortable su trabajo, y un tronco de madera entre sus piernas, Sebastián "El Catite" -así se llamaba-, sin él, el mercado hubiera sido otra cosa distinta. Rodeado de neumáticos viejos de coche, y sin más herramientas que un yunque, de madera, cuchillo, martillo y grapas, transformaba con sus manos habilidosas aquellas gomas desgastadas por el uso de la carretera, en abarcas para calzar los pies de los que luego recorrerán los surcos de la tierra para la siembra, la siega o la trilla. O "El Tío de las ollas", (así se llamaba al alfarero), aunque en su negocio se vendía toda clase de cacharros de barro: fuentes, platos, tazas, cacerolas de barro, pucheros, ollas, cántaros; cerámica muy apreciada en la comarca por la calidad del barro cocido y la artesanía de sus adornos pintados a mano.
Pero no todo eran productos de alimentación o compraventa de objetos para el hogar, también se podía alimentar el morbo y la curiosidad escuchando a los rapsodas, recitar en verso los grandes crímenes y desengaños amorosos de la época que ponían los pelos de punta a los oyentes, previo pago de unas octavillas por el módico precio de unos céntimos de peseta. Crímenes horrendos, amoríos baldíos, celos, odios y envidias, que acaban unas veces bien y otras no tanto. Hoy sigue habiendo mercado en Abla, porque la vida sigue; pero ya nada es igual. Ni mejor, ni peor. Distinto.
COMUNICACIONES
"Viajeros al tren" (opcional si hay espacio)
Hoy he cogido el AVE, no importa a qué parte,
hoy me he subido en el tren, para hacer un lindo viaje.
En un silencio absoluto, me he encontrado con señores,
vestidos con trajes oscuros, con móviles y ordenadores.
Junto a mi una señorita, que solo ha dicho buen día,
y una vez bien instalada, se ha centrado en su día a día.
Es un tren coyuntural, una reunión de viajeros,
de vidas que se han juntado, a velocidad de vértigo.
Dormitando en mi asiento, de pronto vi una estación,
sonaba una campanilla, y los frenos de un vagón.
-!Viajeros todos al tren, quedan solo diez minutos,
la cantina ya está abierta, para tomarse un café!-.
De pronto una multitud, llena de ruido los andenes,
son gentes de toda clase, con risas y parabienes.
Son estudiantes, soldados, religiosos y monjas,
campesinos con sus cestas, militares uniformados.
Hay familias numerosas, y cuadrillas con obreros,
Hay niños y rapazuelos, viajantes y algunos abuelos.
El viaje es largo y tedioso, el tren lleva un retraso,
al que nadie le hace caso, pues es hora de comer.
Es tiempo de fiambreras, de pollo frito o jamón,
de chorizo o queso fresco, de vino de bota o porrón.
Un silbido agudo anuncia, un túnel de largo alcance,
toca cerrar ventanillas, que no entre la carbonilla.
La máquina de carbón, bufando con gran tesón,
sigue su ritmo cansino, vomitando al aire vapor.
-"Atención, atención: Tren expreso, procedente
de Almería, va a hacer su entrada en andén..."
De pronto suena la melodía del AVE, fin del trayecto;
los viajeros abandonan, sus asientos en silencio.
Al fin Atocha Estación, moderna y remodelada,
presidiendo su reloj, en su ecléctica fachada.
Sumido en mis pensamientos, aún sigo adormilado,
rumiando en mis adentros, lo mucho que hemos cambiado.
Tal vez seamos los mismos, con más arrugas y canas,
y no solo ha cambiado el tren, también ha cambiado España.
ANTONIO GONZÁLEZ
EL FERROCARRIL
¿Para qué sirve una estación sino para que el tren pare? Una estación sin tren es como un jardín sin flores. Asentada en una altiplano entre Abla y Abrucena -de quien toma su nombre- su silueta aparece solitaria, por estar construida lejos del casco urbano, y así, recostada en la sierra de Baza frente a Sierra Nevada, recuerda tiempos mejores. Rodeada de almendros, bojas y retamas, era la puerta de entrada del valle del Río Nacimiento, cuando joven y coqueta, abría sus puertas a visitantes y viajeros, en la línea Almería-Linares. Bajo el techo a dos aguas de madera y las paredes blancas encaladas de su fachada, resurge su silueta sobre el ocre del terreno, adornada con grandes ventanales y puertas de color gris, rematadas por dinteles de ladrillo rojo. Su reloj circular de París en números romanos y su campanilla de bronce brillante, anunciaba la llegada o salida del tren. Su vestíbulo acogedor y amplio en forma de L, era todo en uno: sala de espera, taquillas y facturación. Un letrero al fondo de la estancia de "Jefe Estación" anunciaba quién manda allí. Según se entra por la puerta una estufa de carbón hacía más confortable la espera de los viajeros en los fríos días de inviernos. Construida a finales del siglo XIX, gracias al transporte de mineral de las Minas de hierro de Alquife con el puerto de Almería, pronto, alterna su vocación minera con la llegada de viajeros procedentes de la RENFE, desde la ciudades más importantes del país. Por la misma vía viajaba el servicio postal y el comercio de productos de alimentación de primera necesidad. Y, por supuesto, viajeros, muchos viajeros hacia la capital: viajantes, estudiantes, agricultores, ganaderos; gentes de toda clase y condición. Hoy solo queda de ella un edificio viejo y abandonado, con ventanas y puertas tapiadas; una ruina silenciosa, en lucha con el tiempo y la naturaleza, que erosiona sus paredes y le roba su espacio una maleza amarillenta que destruye su esplendor. Hoy, solo queda el recuerdo de un pasado glorioso de lo que fue, o alguna fotografía en blanco y negro olvidada en algún cuarto trastero como testimonio.
¡Viajeros al tren! (Poema opcional si hay espacio)
Cansino, tranquilo, va el tren de mi pueblo,
respirando humo, vapor con resuello;
trae noticias, correo y otros cuentos...,
une pueblos, gentes, ciudades y sueños...
Cada día su mole imponente, se para de frente
en la estación; rechinan sus dientes de color
carbón. Abrazos y besos, maletas y tropiezos;
lágrimas, adiós y promesas, en el andén.
La vieja campana, un viejo reloj, marca un viejo
tiempo, de un viejo factor; un viejo jumento
cargado de equipaje, por su viejo patrón.
!Qué bonito cuadro, qué bella estación!
Su gran eucalipto ya nos dice adiós, moviendo
sus ramas, entre humo, carbonilla, y vapor.
ANTONIO GONZÁLEZ
"Haga frío o calor, Manolico a la estación"
Hoy hablamos de una persona muy querida y entrañable que tiene relación con las comunicaciones del pueblo a través del ferrocarril. Se llama Manuel Herrerías Padilla, conocido como Manolico. Él era el encargado de llevar la correspondencia de correos a la estación del ferrocarril a una distancia aproximada de dos kilómetros. Aquel trayecto lo hacía todos los días del año de forma sistemática y puntual, junto a su viejo burro. Era el cordón umbilical del pueblo con el exterior. No solo surtía al pueblo de la correspondencia postal, noticias y periódicos, sino de paquetería que acarreaba en el viejo serón de su jumento. pero sí puntual; de tal manera que día tras día no faltaba a la cita del tren correo de Almería-Madrid y viceversa. Era tal su regularidad que había un dicho en el pueblo que decía así: "haga frío o calor, Manolico a la estación". Efectivamente, tanto en los días fríos de invierno, con nieve y lluvia, como en el tórrido verano, la primera silueta que se divisa cuando el tren de vapor, se acercaba lentamente a la estación para repostar, era la de Manolico con las sacas de la correspondencia en cada mano y ritualizando el momento de la entrega. La campanilla de la estación anunciaba la llegada-salida del tren y el estruendoso ruido de la máquina de vapor, anunciaba a los viajeros que el viaje había terminado.
No es el único que visitaba asiduamente la Estación, también Alfonso Ortiz, con su carreta tirada por dos fuertes mulas, se encargaba de transportar todo tipo de manufacturas y mercancías necesarias para surtir el comercio de todas las tiendas y procurar que no faltase nada en los comercios existentes. De su transporte dependía el suministro de productos de primera necesidad que abastecía a las tiendas del pueblo. Este servicio era imprescindible para superar la distancia que separa la estación de ferrocarril del núcleo urbano.
Antonio González Padilla
¡Aquí Abla, dígame!
Corría el año de 1953. Una cuadrilla de celadores vestidos con monos de color azul tomaron las calles del pueblo como si de un ejército de ocupación se tratara, armados con alicates, piquetas, cables, argollas, rollos de acero y escaleras desmontables, para acceder a lo más alto de las fachadas y balcones y tender la linea telefónica. !Por fin una vieja aspiración de los abulenses se iba a a cumplir!: Abla se comunicaba con el mundo, saliendo de su aislamiento local. Aquellos profesionales trabajaban a destajo, unos abriendo agujeros para sujetar las argollas y otros tendiendo la línea de telefonía o los cables acerados entre una calle a otra para salvar los espacios abiertos y completar el tendido.
Después de unas semanas, los treinta primeros domicilios con teléfono estaban conectados con la centralita del pueblo. Esta se encontraba en la calle José Antonio nº 1, antigua calle Real, a los pies de la torre de la Iglesia y contigua a la Plaza del Generalísimo Franco y lugar de la Casa Consistorial o Ayuntamiento. Un letrero redondo destacaba en su fachada con el nombre de "TELÉFONOS" con letras en blanco sobre fondo azul marino. En el interior un vestíbulo con un pequeño locutorio cerrado por una puerta de cristales y la estancia donde se encontraba la centralita separada por un tabique en cuyo centro resaltaba una ventanilla de cristal con marco niquelado. En su interior una centralita dividida en dos cuerpos uno rectangular con los treinta números con su chapita marcada por el número y debajo el agujero para conectar los pares de clavijas alternando los colores de blanco, verde y azul; en la otra parte un teléfono rematado por dos timbres y un auricular a la izquierda y una manivela para llamar a la derecha pegada en la pared. Al fondo, un timbre potente y una mesa camilla multiusos.
Una mañana apacible de septiembre la telefonista del pueblo, con más nervios que otra cosa puso la primera conferencia entre el gobernador de Almería y el alcalde del pueblo. Quedaba inaugurada la central telefónica de Abla de la Compañía Telefónica Nacional de España (CTNE).
"-Aquí Abla, dígame-" contestaba la telefonista con presteza. Al otro lado del teléfono se extrañaban del nombre del pueblo, confundiendolo con la función de "hablar". La entrega de telegramas y avisos de conferencia, era otra actividad comprendida en el servicio, para una población que no disponía de teléfono en casa, y a la que se le citaba en la centralita a una hora determinada para hablar con sus familiares y amigos.
EL PASO
El Recuerdo más entrañable del Viernes Santo en Abla es rememorar la procesión de El Paso. La hermandad de los morados, dirigida por el hermano mayor, y sus nazarenos, se aprestan a procesionar un trono rectangular, flanqueado por cuatro faroles modestos en cada esquina, en cuyo centro se yergue la figura de Jesús Nazareno, soportando sobre sus hombros una pesada cruz. Su rostro, coronado por una corona de espinas, manifiesta el dolor y el esfuerzo que tiene que hacer para poder mantenerse en pié a duras penas; Gracias a la ayuda de Simón de Cirene, la pesada cruz se desliza con dificultad. Sus manos huesudas se aferran a la cruz sujetándola con determinación, cumpliendo la promesa hecha a su Padre en el Huerto de Getsemaní de que no se hiciera su voluntad sino la suya. La túnica morada del Nazareno, trasluce un cuerpo magullado y maltratado por el terrible flagelo romano. Su lento caminar por las calles del pueblo, se ve acompañado por el sonido de la Bocina y las trompetas de los sumos sacerdotes. Consta de un pito de unos dos metros de largo con ruedas, que permiten deslizarse por el suelo y que emite un sonido profundo bajo, en contraste con otra trompeta más corta de metal, con sonido agudo. Los sonidos se intercalan empezando el bajo para luego unirse con el agudo.
Detrás del Nazareno, San Juan Evangelista procesiona con la hermandad de los verdes, indicando con su dedo erguido el camino por donde va el Nazareno a la Virgen de los Dolores. Será en el Paseo de San Segundo, donde San Juan presenta a la Virgen a su hijo con la cruz camino del Calvario. La imagen de la Escuela de Salzillo, si no del mismo maestro, bajo su dirección, es de un realismo que impresiona. Coronada bajo el manto bordado de hilo de oro y negro, bajo palio de seis varales de níquel-plata, procesiona por las calles de Abla, bajo el mando del hermano mayor con distintivo negro y penitentes con cirios encendidos. Cincuenta cirios iluminan su rostro y el corazón de plata en el pecho traspasado por siete puñales...
En una esquina de la plaza rectangular se sitúa el trono del Nazareno y paralelamente a esa esquina el Trono de la Virgen en medio está San Juan. En el otro extremo de la plaza aparece el trono de la Verónica que avanza zigzagueante al son de la bocina, genuflexa por tres veces en tierra frente al Nazareno; en ese instante se desliza un lienzo entre sus manos y aparece el rostro de Jesús reflejado en el lienzo. La Verónica retrocede, mostrando el rostro de Jesús para posteriormente mostrárselo a la Virgen de los Dolores.
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